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Actualizado 13/09/2014

JULIO FERNÁNDEZ | Profesor de la Usal

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El cruce de acusaciones que se han vertido entre los distintos líderes políticos estatales y catalanes en el 'Día de Cataluña' (Diada) ha sido espectacular y objetivamente es un sinsentido continuar con esta escandalosa situación. Es la primera vez en la historia democrática española reciente que Gobierno y Generalitat navegan en la discordia permanente. Tanto Suárez, como González, Aznar o Zapatero llegaron a acuerdos de estabilidad democrática que han permitido la convivencia pacífica entre Cataluña y el resto del Estado. La discrepancia es absolutamente normal en un sistema democrático y, gracias a ella, podemos seguir avanzando en el progreso económico y social. Ahora bien, una democracia se enquista si los representantes del pueblo no se mueven de sus herméticas posiciones.

El problema catalán, como el de cualquier región española, se resuelve (como pretendía Azaña) o, al menos, se conlleva (como afirmaba Ortega) entre líderes políticos serios y comprometidos con el bien común. Ni la solución está en la independencia catalana de España ni con una defensa cerrada y numantina del ordenamiento jurídico vigente, sino con una posición intermedia fruto de negociaciones políticas de calado en las que intervengan todas las fuerzas parlamentarias. Me refiero a una reforma constitucional que tenga en cuenta los nuevos tiempos y las nuevas realidades y que respete los principios de igualdad, libertad, justicia y solidaridad (estos sí, ya previstos en nuestra Carta Magna).

Decía Rajoy el mismo 11 de septiembre, en su visita a las instalaciones de la Organización Nacional de Trasplantes, que "gracias a la solidaridad un andaluz puede vivir con el corazón de un catalán". Y no le falta razón al presidente, ni mucho menos, pero no vale sólo con predicar (que se le da muy bien a Rajoy), sino con dar trigo y ejemplo en sus actuaciones.

El presidente de un gobierno que lleva como bandera la solidaridad no puede permitir promover políticas de austericidio que empujen por debajo del umbral de la pobreza a la quinta parte de la sociedad española (el 20,4 % de los ciudadanos, según el INE, vive por debajo de los 8,114 euros anuales, en que se sitúa ese umbral de la pobreza). El presidente de un gobierno solidario nunca aprobaría que un 9,3 % de españoles tengan retrasos en los pagos relacionados con la vivienda (hipoteca, pagos de alquiler, gas o luz) ni que un 45 % no pueda disfrutar de unos días de vacaciones por falta de recursos. El presidente de un gobierno solidario debería "montar en cólera" cuando una inmensa mayoría de españolitos medios pagamos 'religiosamente' nuestros tributos a la Hacienda Pública mientras algunos (incluidas las cuentas corrientes del partido político que sustenta a ese gobierno) tienen grandes fortunas en paraísos fiscales y pagan reformas de construcción con dinero negro (como presuntamente ha realizado el PP con sus sedes de Madrid y La Rioja). El presidente de un gobierno solidario no promueve una reforma electoral con el fin de beneficiar exclusivamente sus pretensiones partidistas despreocupándose del interés general, como pretende Rajoy y en contra de lo que siempre dijo y prometió.

El presidente de un gobierno justo no puede permitir que haya ciudadanos a los que, por su poder económico y político, se les paralice el ingreso en prisión para cumplir condena firme (como Carlos Fabra, condenado a 4 años de prisión) hasta que resuelva su petición de indulto, mientras otros 'perroflautas' ingresan en calidad de presos preventivos desde el mismo momento en que han cometido el presunto delito. Se que alguno dirá que eso no es competencia del gobierno sino del poder judicial, por supuesto, pero sí es competencia del ejecutivo promover las reformas legislativas para que estos tratos desigualitarios no se den.

Por la boca muere el pez, como dice el adagio popular y (quién lo diría con lo prudente que parecía) Rajoy en el tiempo que lleva gobernando se ha convertido en esclavo de sus palabras. Por mucho que prometa en las próximas campañas electorales nadie le creerá; bueno sí, sus fundamentalistas incondicionales, que de todo hay en la viña de nuestra sociedad.

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