Arriba y abajo

Dicen que un profesor de alguna de las Facultades de la Universidad de nuestras entretelas tiene colgado en las paredes de su despacho un mapa extraño. Algunos lo llaman un mapa al revés. En realidad un planisferio. El caso es que cuando uno lo mira como de pasada nota que los países están donde no suelen y que algo gordo falla.

El estudioso se empeña en decir a los visitantes curiosos que todo está correcto. Que se mire de cerca y se verá que los nombres de los países son legibles sin tener que retorcer el cuello, que cada océano tiene su identificación y que hasta las cordilleras están debidamente señaladas.

Pero quien entra en esa oficina no puede evitar tener la extraña sensación de que se han trastocado las cosas, que se ha producido una convulsión de tal entidad que no ha dejado nada en el sitio debido. Consecuencias quizás de la tan mentada globalización, que como es bien sabido produce sus efectos secundarios?

No hace falta ser cartógrafo ni siquiera geómetra para entender las dificultades de convertir algo redondo ?dejémonos los matices a un lado- en algo plano, y además rectangular. Hasta el pensamiento intuitivo, que es el que uno de vez en cuando intenta usar, llega a la conclusión de que con ese cambio algo se altera: alguna parte se alarga en exceso, alguna otra se acorta por demás? En definitiva, la descripción que se pretende sale inevitablemente deformada. De modo que así nos puede suceder, por ejemplo, que Suecia parece el doble de grande que España, cuando en realidad tiene una superficie menor.

Eso es algo que se da por sabido desde antes de Mercator. Pero no es sólo esta sesuda cuestión de la proyección de la imagen terrestre la que plantea el mapa de marras. Además de haber convertido el planeta en una superficie plana, lo ha vuelto cabeza abajo, lo cual ya es mucho desfigurar.

"¡Alto ahí!"- Nos dice el extravagante profesor. Y añade: "¿Quién ha dicho que el norte está arriba y el sur está abajo?". "Todo el mundo" - le podemos responder con la mayor naturalidad. Pero él no se arredra: "Pues se equivocan. Ni el norte tiene porqué estar arriba, ni el sur tiene por qué estar abajo. Son conceptos distintos". Y se inicia en estos términos un curioso diálogo geográfico.

"Que usted tiene que ir de Salamanca a Plasencia, pues va para abajo, qué duda cabe". En eso estamos de acuerdo. Y ese geógrafo aficionado agrega: "Es obvio. Salamanca está a ochocientos metros de altura y Plasencia a poco más de cuatrocientos. Se baja". No hay discusión. Pero añade una pregunta capciosa: "¿Y si el viaje es de Salamanca a Oviedo?". Pues en el mapa de toda la vida iremos para arriba, y además en línea casi recta? "Pues no", nos corta este atrevido dialéctico: "Salamanca sigue estando a ochocientos metros, y por mucho que tengas que subir colinas y cordilleras, sigas la ruta que sigas, terminarás en Oviedo, o sea a unos doscientos cincuenta metros sobre el nivel del mar. Ir desde los ochocientos a los doscientos cincuenta metros de altura ¿eso es subir o es bajar?".

Reconozco que este arduo diálogo me dejó pensando largamente y así fui entendiendo a duras penas que andamos mezclando conceptos y que algunas cuestiones de los mapas poco tienen que ver con la geografía, y seguramente mucho más con la historia.