JULIO FERNÁNDEZ GARCÍA / Profesor de la Usal
Si los dos grandes partidos en España (PP y PSOE), que se han ido relevando en el poder desde la fragmentación de UCD (1982), no encajan plenamente en la demanda ciudadana sobre el ejercicio del poder, se genera desafección y, como consecuencia, el resultado inmediato en una confrontación electoral es el crecimiento de la abstención, en lugar de que el trasvase de votos del desencanto vaya hacia formaciones políticas minoritarias.
En esta campaña electoral (como en todas) se han dicho cosas importantes, pero también muchas necedades, provocaciones e insultos (de los unos y de los otros). Uno de los discursos más importantes que he oído (elemental, por otro lado, dado que el ejercicio de la política tenía que ser así) es el pronunciado hace unos días por el secretario regional del PP y alcalde de Salamanca, Alfonso Fernández Mañueco, cuando reivindicó "la ejemplaridad de los políticos para erradicar la desafección que existe entre la sociedad y los representantes institucionales". Indudablemente. Pero, como bien dicen en nuestra tierra, "una cosa es predicar y otra dar trigo".
La sensación generalizada en la sociedad es que durante la campaña, los unos y los otros se tiran los trastos a la cabeza con la única finalidad de conseguir el poder a cualquier precio; después "si te he visto no me acuerdo". Es una vergüenza que cada uno de los 54 parlamentarios españoles que se sentarán en el Parlamento Europeo perciban unos ingresos brutos mensuales de 8.000 euros que, junto a dietas, el salario se convierte en 17.000, es decir, unos 200.000 euros anuales, mientras en España los sueldos se han recortado de forma alarmante, lo mismo que la sanidad, la educación y los servicios sociales, el paro se ha incrementado y las condiciones laborales son precarias e injustas para los trabajadores (salarios insuficientes, despidos fáciles y baratos y privilegios caciquiles para los empleadores).
También es lamentable que los políticos sigan campeando a sus anchas a pesar de los innumerables escándalos de corrupción. Ni el PP se da por aludido ante su presunta implicación en una contabilidad B (con pagos y sobresueldos fraudulentos de muchos de sus miembros, amén de cuentas corrientes en paraísos fiscales y, en cambio, nadie dimite), ni el PSOE asume su presunta responsabilidad en el asunto de los ERE de Andalucía (Magdalena Álvarez, imputada, debería, por dignidad, haber dimitido de su cargo de vicepresidenta del Banco Europeo de Inversiones).
Y esto es lo que se conoce, porque todos sabemos que hay cientos de actuaciones políticas que están empapadas del caciquismo del poder: puestos de trabajo en Diputaciones Provinciales (con independencia del partido que gobierne) que se cubren (mediante el procedimiento de concurso oposición) por militantes del partido que gobierna (en algunos casos se ha demostrado que a esos aspirantes les han pasado las preguntas de los exámenes de oposición), asistencia de representantes políticos a eventos lúdico-festivos sistemáticamente en coche oficial, acumulación de puestos de responsabilidad en una determinada persona (incluidos los consejos de administración de grandes bancos y empresas) y todo un rosario de actuaciones contrarias al ordenamiento jurídico.
Los ciudadanos estamos hasta la coronilla de que las palabras más escuchadas en cualquier espacio informativo de radio, televisión, prensa o páginas de internet sean las de malversación de fondos públicos, administración desleal, apropiación indebida, fraude fiscal, prevaricación, blanqueo de capitales, receptación, tráfico de influencias, cohecho, delitos societarios, falsedades documentales y un largo etcétera que completan los delitos incluidos en los títulos, capítulos y artículos del Código Penal referidos a los actos de corrupción política y económica.
Por tanto, claro que el Sr. Mañueco tiene razón. Si esa ejemplaridad de los políticos se cumpliera, quedarían muy pocos en escena. Por desgracia ocurre lo contrario; los honestos, los ejemplares, los que van a la política para trabajar por los intereses generales y no a lucrarse personalmente ni a conseguir prebendas para sus familiares y amigos, son los que ?en argot cinematográfico- asumen papeles secundarios e incluso desaparecen en mitad de la película.