Elogio de La Alamedilla

Aquí me tienen, dilectos lectores, dispuesta a hacer una comparativa entre el rostro de Valenciano, bien peinado y envuelto en un foulard de lo más estiloso, y el cartel absurdamente azul de Cañete, quien parece contagiado de su trabajo como ministro de flora, fauna y pesca de la sardina? me disculpan, pero no hay color? o precisamente lo que sobra es el azul que ha convertido al ex ministro en un pitufo. Queda mejor la Valenciano, dónde va a parar. Pero eso, parar, yo no quiero hacerlo ni en las mociones inesperadas ni en los saltadores que llegan al cielo en medio de la tristeza de quienes le recordábamos hermoso y alado. Yago Lamela, con su rostro de poeta romántico, y los chicos que encontraron la muerte en un recodo de la carretera nos sitúan en lo que verdaderamente importa, porque no sé a ustedes, a mí la campaña electoral me la trae al pairo.

Ya ven, a mí por interesarme, me interesa la decisión del Ayuntamiento de lavarle la cara a uno de los rincones más bellos de la ciudad, ese que está inscrito en nuestra infancia y en nuestro corazón con los colores de la vida y de lo eterno. La caricia de los árboles y de las estatuas de La Alamedilla nos consuela del paso del tiempo, nos devuelve a la inocencia. Esa misma con la que contemplamos los árboles que mudan sus hojas, aquellos que no entienden de decisiones consistoriales que levantan la tierra para acoger a los coches. La inocencia de las estatuas quietas y los patos que chapotean en la desidia del agua sucia. El césped de nuestros paseos infantiles, el de los pasos de nuestros hijos y hasta los bancos del beso aquel que todavía recuerdo. Hay que elogiar en lugar de nuestros recuerdos más queridos, y la necesaria decisión de recordar que todo necesita un cuidado y un mimo indispensables. Elogio la decisión y espero un poco de sensibilidad y de amor en este trabajo? ingeniería del corazón, de la nostalgia y de la esperanza hacia el futuro.