Mal que les pese a los devotos del ordeno y mando ?en este país muy abundantes en los gobiernos central, autonómicos y locales, en las diputaciones, en los partidos y hasta en las comunidades de vecinos-, una de las consecuencias del afortunado (y por el momento, esperanzador) desenlace del asunto del barrio Gamonal de Burgos, será volver a poner en valor la reflexión, la información y, sobre todo, la claridad sobre el contenido y los límites de la representación política, su sentido y significado, sus procedimientos y los requisitos de su legitimación, abriendo el desde hace tiempo ya inaplazable debate sobre los abstrusos usos y costumbres, manipulaciones y perversiones de toda índole en que han derivado los teóricamente limpios procedimientos democráticos de participación ciudadana, de funcionamiento institucional y de gestión de lo público.
Tal vez no sea posible establecer con exactitud el momento en que, en nuestra bisoña democracia, aquellos valores primordiales de la representatividad política en libertad y la participación ciudadana en lo común por los que tantos durante tanto tiempo lucharon, se convirtieron en coto privado y propiedad de partidos políticos manipuladores, en argumento para el medro de parásitos y en nidos de manipulación para charlatanes, que colonizaron la gestión de las instituciones y alejaron a la ciudadanía de la participación política, invirtiendo el significado del antaño ilusionante derecho al voto en impotente ceremonia cuatrienal de renuncia a la propia voz. En qué momento se olvidó, o quiso olvidarse, que el pueblo es el auténtico depositario de la soberanía y el verdadero autor y motor de todo cambio, el dueño de sus decisiones y de sus instituciones y el juez de sus representantes, y lo convirtieron en manipulable rebaño sometido al manoseo electoralista, a la zanahoria populachera de las migajas o al ensordecedor guirigai partidista de un fingido debate político, tan artificial como pueril.
Mientras algunos ponemos a secar el papel mojado en que se han convertido en este país la igualdad, las garantías jurídicas, la participación o la misma Justicia, otros sin duda pondrán a remojo sus barbas tras el rasurado democrático visto en Gamonal. Y mientras tanto, a falta de unas buenas lecciones de Filosofía Política, Teoría del Estado o Constitucionalismo, que debieran impartirse en todos los programas educativos de todos los países que se respeten (y figurar como requisito previo indispensable para el ejercicio de la representación pública), no está de más, y parece saludable, educativo y hasta democráticamente valioso, que sucesos como los de Burgos vengan a dejar en evidencia las perversiones de una gestión pública a cuyos democráticamente analfabetos autores ya les faltaba hasta el pudor.
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