Miércoles, 24 de diciembre de 2025
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Memorias del Rollo
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Cómo llegué a mi barrio

Memorias del Rollo

Actualizado 24/12/2025 09:00

Era nuestro mundo: un lugar en construcción, lleno de trabajo, barro, historias, miedos de niña y sueños de familia.

Me llamo Ana María Vicente Blanco. Vine al mundo el 19 de septiembre de 1940, en una casa de la calle Maestro Correas. Allí nació también mi hermano Juan, tres años después. Ambos crecimos rodeados de esa mezcla de sencillez y esperanza que tenían las casas hechas por manos propias. Aquel hogar lo levantó mi padre, con esfuerzo y la decisión de sacar adelante a su familia.

Tiempo después, compró otro terreno en la carretera entonces llamada Rodríguez San Pedro. Allí levantó una casa más grande, de una sola planta, con cuatro viviendas y una terraza donde la luz caía generosa. En ese nuevo hogar nació mi hermano Celso, el 9 de noviembre de 1945. Ya estábamos todos. Conservo una fotografía de aquella casa: cada vez que la miro, siento que aún se escucha nuestra infancia.

Quisiera contar ahora lo que había en aquella avenida, que fue la carretera Rodríguez San Pedro, más tarde, Pérez Almeida y que hoy conocemos como avenida de los Comuneros. Es e escenario donde fue tomando forma mi vida.

Cuando paseábamos con mis padres hacia La Alamedilla, al regresar, siempre me fijaba en un edificio precioso que daba al paseo de la Estación: “La Casa de la madre”. Tenía un jardín cuidado, silencioso… y por las ventanas siempre asomaban muchos niños. Era un refugio humilde donde las madres sin recursos daban a luz, y para mí tenía algo de misterio y ternura. Al otro lado, se levantaban unos grandes almacenes de coloniales, los de Enrique Prieto. Daban a la calle Pérez Galdós, que desembocaba en el Paseo de la Estación. Recuerdo también, como un olor que vuelve, el barro constante que inundaba la avenida en aquellos años.

Y me viene a la memoria, en esa misma calle, donde está ahora el centro de salud, aquel chalet enorme con un terreno inmenso, pero oscuro. De niñas nos decían que allí vivían brujas, y quizás por eso yo pasaba siempre deprisa. Las calles tenían poca luz, había casas bajas y otras de pisos en las que vivían, o más bien, malvivían, muchas familias. Esas viviendas llegaban hasta el puente del ferrocarril, una zona siempre inquietante, sobre todo por la noche.

Más adelante, había una bodega de vinos y tras ella, otras casas bajas. La larga pared de la RENFE dominaba el camino. Tenía una puerta grande, La puerta de los carros, por donde salían los tanques de los militares. Un portero la custodiaba a distintas horas del día. Aquella pared seguía hasta la calle Peñaranda. Al cruzarla, la carretera se abría a otra bodega de vinos y a una casa de un piso donde vivían muchos vecinos, la mayoría, trabajadores de la RENFE.

Seguían luego varias casas con jardín, hasta llegar a un callejón. Para acceder a las viviendas que quedaban detrás, había que atravesar un descampado inmenso, que subía hacia otra casa más. Al final estaba la primera que construyó mi padre en 1945. Junto a ella, otra casa baja, la calle Panamá y dos edificios de una planta repletos de inquilinos. Más adelante se extendía un terreno que mi padre también compró y donde levantó una nueva casa en 1954, la última antes de la Glorieta del Rollo. La terminó en 1955. Hoy es la única que sobrevive en la avenida de Comuneros.

En aquella casa abrimos una mercería para que yo pudiera tener una ocupación. Era “La Mercería Boyero” y fue mi primer mundo propio de trabajo.

Pero aquella avenida, mi calle, guardaba muchos más recuerdos.

De vuelta otra vez al Parque de La Alamedilla, sigo evocando aquel chalet grande donde, me decían, vivían los niños necesitados, amparados por la Falange. Más arriba, una casita de consumeros, estaba construida en piedra. Frente a ella había un pilón donde bebían los burros. Los carros de las huertas iban y venían; los coches eran pocos, pero el bullicio de los huertanos animaba las mañanas.

Y volviendo a subir la avenida, el puente con sus escondites que tantas historias de miedo alimentaron. Desde allí salía una calle que llevaba a los Jesuitas. Por esa acera, si continuábamos hacia arriba, aparecía una casona enorme, llena de familias. Después, la larga pared del colegio de las Esclavas, que daba al paseo del Rollo. Al convento y al colegio se entraba por ese paseo. Recuerdo bien la diferencia entre las niñas ricas, que estaban arriba, y las pobres, que estaban abajo. Las monjas poseían grandes extensiones de terreno. La pared que daba a Pérez Almeida era la de su huerta. Al terminar, había una pequeña calle y la fábrica de harinas, un edificio importante lleno de trabajadores. Tras ella venían cuatro casas bajas que desembocaban en la calle Guadalajara.

Regresando a la avenida, recuerdo dos casas bajas más, un chalet grande que daba al paseo del Rollo y otras dos viviendas de una planta, hasta llegar a la Glorieta.

La Glorieta del Rollo era un mundo en sí mismo. Había varios terrenos: en uno grande construyeron un edificio las Misioneras. Cerca había otro chalet muy amplio también. Desde allí partía la carretera hacia Cabrerizos y Puente Ladrillo. Había dos bares y un piso muy habitado. Y comenzaba también el Paseo del Rollo, donde se encontraba un fielato sencillo, de madera, y una peluquería de caballeros.

La carretera a Cabrerizos la conocíamos como “las pajas”. A los lados se sucedían los establos, un campo de fútbol y, más tarde, la fábrica de zapatillas, enorme, con tres turnos y muchos trabajadores, hombres y mujeres. Hasta llegar a Cabrerizos todo eran huertos y terrenos. En uno de ellos, los salesianos levantaron el Teleogado, un edificio majestuoso con una iglesia preciosa. Allí vivían entonces 160 salesianos. Hoy lo ocupa el Instituto Fernando de Rojas.

Creo que, con esta evocación, he logrado escribir una parte de lo que aún guardo con claridad en mi memoria.

El Rollo era un barrio apartado del centro, tanto, que nuestra parroquia era Santi Spiritus.

Pero aunque lejos, era nuestro mundo: un lugar en construcción, lleno de trabajo, barro, historias, miedos de niña y sueños de familia. Allí crecimos. Allí aprendí a mirar mi barrio como quien mira una vida entera.

Ana María Vicente Blanco, salmantina de 85 años de edad.

Ilustraciones de la artista y docente Ana Mangas, hija de Ana María Vicente.