La niña bonita siempre fue observadora y amante de los aforismos y la lógica aplastante.
-Los abuelos son pareja porque duermen en la misma cama.
-Y nosotras también.
-Claro, nosotras también.
Y se queda tan ancha. Los funcionarios nos cambiamos de destino y tanta mudanza hizo que, durante un tiempo, la niña bonita durmiera conmigo, y menos mal que no le molestaba la luz con la que yo leía en la cama. Recién instaladas en Salamanca, vemos a los abuelos, que han venido de visita, caminar hacia su casa, mi madre del brazo de mi padre, ellos que tan poco salen juntos, ellos, que se van encogiendo felizmente en el diario transcurrir de su decadencia. Una pareja mayor, enlazada del brazo, me hace sentir ahora la inmensa tristeza del hueco que no se llena, de la memoria que no se pierde para la ausencia y la añoranza.
Pero en aquel tiempo de gracia y sol, los abuelos caminaban mientras les mirábamos, quietas en la rotonda de la vida nueva, esperanzadas en la casa reciente. Desde el primer día, la niña bonita decidió que dormía sola en su cama. Dormir, confiar, ocupar siempre el mismo espacio común, sábana tendida. Un nido para dos, un terreno compartido en la almohada de sueños que se confunden.
Junto a la cama de la madre, el moisés del recién nacido, al alcance de su pecho, de su consuelo, del llanto que resonará en la habitación vacía, en la soledad del exilio y el desarraigo. Envuelto en las suavidades de su cuarto, el niño busca la puerta que se entreabre y decide, buscar el abrigo de quien es su seguridad en tiempos inciertos. Y se hace un consolador hueco.
Llega el invierno y mis gentes de la vía buscan el acomodo de las noches heladoras que no saben de albergues ni ruinas. Camino a mi trabajo, compruebo que sigue en el banco el hombre al que he visto recogiendo su manta, el plástico con el que se cubre para pasar la noche. Si salgo más pronto, acuciada por la burocracia, le veo, delicadamente envuelto en un capullo de plástico, cubierto de gotas de rocío que aún no se han helado. Y me gustaría saber cómo se las apaña para envolverse tan cuidadosa, tan amorosamente sobre el banco de madera en ese jardín con resonancias literarias.
Cuando hacía frío, mi madre miraba por el ventanal que ahora no ve y se compadecía de los que trabajaban a la intemperie. Yo, que he visto más mundo que ella, me compadezco de los que viven más allá del abrigo, más allá de lo que conocemos como casa, calor, cariño. Y ni siquiera tienen el consuelo de abrir una puerta y juntarse al peso denso de otro sueño.
Llega el invierno y cuando regrese al trabajo, pisaré el hielo de las mañanas con mis botas de todas las escarchas. Y, esta vez, me preguntaré si el hombre al que veo doblar cuidadosamente las mantas con las que se cubre, ha conseguido sobrevivir a este raso tan inclemente, a este tiempo de fríos en los que se congela lo húmedo, lo que está a la intemperie. Y entre las ruinas de un bombardeo, la familia encuentra, en el pesebre de la indiferencia, el calor de la mula, del buey y de la sangre que se comparte. Es tiempo para encender el fuego que nos une.
Charo Alonso. Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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