La idea de escribir, probablemente podría remontarla a la secundaria, la preparatoria, cuando vi que no tenía cabeza para ello.
Deseo de escritor
Quisiera escribir un texto que pudiera ser leído por las personas. Lo digo porque yo en ocasiones no alcanzo a leer lo escrito por los demás: un muro se yergue entre la página y la vista. La escritura de la que hablo, además, deberá responder al eco de la hondura más profunda del alma: no hablo de la escritura con el intelecto, o inteligencia, con un fin rubricado en el inicio; refiero, en cambio, una escritura diferente, espejo no contaminado de la opacidad y niebla interior.
Recuerdo autores magníficos, terroríficos, por el hermoso espanto y rechazo que infunden sus plurales libros interminables. Citaré un par al menos, de la tierra mexicana, que poco, o no mucho, deberá inspirar a gente de otras razas y latitudes, Angel María Garibay Kintana y Ernesto de la Peña. De Garibay Kintana tengo ante los ojos del espíritu sus sonetos a los árboles, con una mística oscura que encuentra en ellos un motivo para sentir y dudar; del segundo autor, Ernesto de la Peña, me viene al oído físico —aunque no lo reproduzca en el plano material— un programa de radio sobre las máscaras de lo divino.
Pero yo no aspiro a escribir como ellos, en realidad. Ni como ningún otro autor o autora de mi tierra de la diosa Coatlicue. Tampoco aspiro a la poesía de la lengua náhuatl —acaso porque la desconozco, a pesar de haber leído un capítulo de la historia de esta poesía, de la pluma de Garibay Kintana—.
Probablemente, pienso, mis circunstancias respondan a las de tantas otras personas de este lado de la página no impresa. La mancha de tinta comunica una certeza, constancia, diferente de la vacilación propia del acto de escribir. A mí me sucede en el aula de clases, cuando escucho las reproducciones de audio de otras aulas: cada grabación comunica una severidad académica que mis pobres reproducciones de audio no alcanzan a arañar. La perspectiva del adentro afuera o viceversa juega un artificio falaz.
Un tema en sí mismo podría ser el idioma, el castellano, en nuestro caso; aunque quizá más que el idioma, resultaría conveniente nombrar la palabra lengua. La lengua, como el sentido común lo instruye, no es lo mismo que el idioma, en cuanto que la primera carece de la abstracción de la segunda. La lengua, incluso, la podemos degustar —mas no lo diremos para evitar sonar eróticos—.
Mas lo anterior no carece de fundamento, ni visto bien de cerca amerita el prurito de la reserva. Si hablamos de la artesanía de una lengua, no podemos obviar su confección orgánica, del mismo modo que resultaría inverosímil hablar del vino sin aludir a la parra. En ocasiones, no obstante, cuando de la artesanía de la lengua se habla, lo más correcto —o más sospechoso— pasa a ser el silencio de autores como Macedonio Fernández. Ese silencio, queremos aventurar, no tiene los pies juntos debajo de la mesa, ni las manos una sobre otra en las piernas: muy al contrario, habla de una vastedad espiritual donde las palabras contadas de la poesía cobran vigor. Cuesta más trabajo aprender a callar que a hablar —qué horror de frase, sueno a Kempis—.
No seguiré escribiendo esta ocasión, para no seguir fingiendo que tengo algo que decir. Lo hemos dicho en el principio, en realidad, «quisiera escribir un texto que pudiera ser leído.» El quisiera excluye el hecho de la existencia verificable en el siglo. De nada sirve que el oleaje infinito de los años, décadas, siglos, arroje a la playa de nuestras pupilas innumerables creaciones artísticas, si no contamos con la capacidad de apreciarlas y acaso referirlas de algún modo al prójimo. Bajo este paradigma de la creación, el oficio de cada ser humano cabría en la esfera del celo por la belleza y el misterio.
Esa palabra belleza, de contar con más sabiduría y tiempo, la habría cambiado por la usada por Ernesto de la Peña, asombro, reserva, pasmo. Lo sagrado, llamado aquí misterio, habita detrás de lo indescifrable. Es lo que no conocemos lo que ejerce atracción sobre nosotros. Lo oculto, lo intuido, lo inesperado. Mas tal cúmulo de acertijos o encubrimientos tampoco dejará atisbarse a no ser por nuestra búsqueda a tientas. Existe en la medida en que lo creamos, a pesar de que nunca hubiéramos podido imaginarlo a no ser por su existencia pretérita. Cada persona busca su propia invención.
En nuestro caso, qué buscamos. Por qué aspiramos a la poesía —no lo ocultamos—. Por qué quisiéramos rimar lo que vendría tanto rimado como rodado por naturaleza desde su primera concepción en el mundo. Por qué apostamos por tal posibilidad. Por qué, en este último caso, no tomamos la pluma y redactamos el 0,01% de lo escrito por Lope. ¿Tanta pena —como decimos en México— amerita?
Escolio
En caso de rodar en la poesía
un verso aparejado a un pensamiento,
diría, ocultado, lo que siento,
haría del lenguaje epifanía.
Pondría en la rima la valía
que paga con cansancio el contento,
tendría con mi musa el incremento
de ciencia que ahuyento sin su vía.
Mas qué referiría el poema
si lejos de mi prójimo morara,
perfecto en una estampa con su emblema.
Sería, solamente, una campana,
un sueño, una rama, una ventana
sin vista a una estrella que anhelara.
Continuación del deseo de escritor
El oficio de la escritura suele trocar en arte la materia común y corriente del día a día en el paso del tiempo. De nada vale la imagen reflejada en el espejo de su mancha de tinta rutilante, si carece de la impronta de un hado invisible. Nadie elabora mapas en escala de uno igual que uno, como lo refirió el autor de El libro de arena. La escritura no es la vida, del mismo modo como tampoco la vida de la y el escritor sería la misma sin la escritura. En este oficio, existe el concepto que antecede a la puesta en la página, así como el arte de encadenar palabra tras palabra dota de sorpresas en sí mismo, debido a la aparición de algún adjetivo, verbo, sustantivo, imprevisto.
Por último, qué queda referir sobre una estética inconclusa. Cuando la, el autor, desaparece, el escrito cobra vida. Y esa vida, queremos creer, no queda distante de la vida de las personas que pasan haciendo el mal al prójimo. Esta creación, en el primero o último de los casos, aspira a brindar un consuelo a quienes víctimas de las circunstancias o sí mismos pasan por un trago amargo y difícil. Preferimos otro tipo de nudos en la garganta, como el del maestro artesano de máscaras de Naolinco, Veracruz, México, cuando tras seis meses de una pena inconsolable recibió vía correo postal un libro editado por el gobierno para exaltar su labor. Las lágrimas brotaron de sus ojos, tal como el rocío cae de las estrellas y humecta con su inocencia el tacto de la tierra.
Adenda
A continuación, haré algo que suelo no hacer. Reproduciré parte de los apuntes que antecedieron a la publicación de la columna. Cada apartado contiene un borrador. Con demasiada frecuencia —más de la deseada, probablemente— iniciamos borradores que nunca ven la luz, quedan apilados en archivos destinados al polvo y olvido. En el caso actual, a tiro de piedra del fin de año, tomaremos una licencia para incorporarlos como hacen las películas, cuando presentan flecos de la grabación al final, con los créditos.
Borrador 1
«Tú no eres tu mente.» Lo dijo una profesora china, que hablaba un inglés al parecer perfecto. Un compañero de trabajo, cuya nacionalidad neozelandesa no revelaré, para no ponerlo de manifiesto, respondió con un par de interjecciones la afirmación. El contexto del diálogo era el último día de la semana, al terminar el trabajo y bajar por el ascensor a la calle.
Los alcancé cuando pulsaban el botón del ascensor en la séptima planta. Me había demorado comprando un café en una máquina inteligente… Con el final del semestre… Me pregunto si conocen a Ernesto de la Peña, Premio Internacional de Ensayo Menéndez Pelayo (2012).
Borrador 2
La plana del periódico me escribe,
me lleva de la mano a la espesura
del bosque encantado de las letras.
La página se escribe en silencio,
dejando en el tintero las palabras.
Borrador 3
Qué es la columna para mí. Dentro de un par de meses, con el favor de Dios, cumpliré una década de redactarla… En el inicio, estuvieron Juan Carlos López Pinto y Alfredo Pérez Alencart, a quienes les dije que si podía escribir.
La idea de escribir, probablemente podría remontarla a la secundaria, la preparatoria, cuando vi que no tenía cabeza para ello. Algunos estímulos anteriores, como un teatro de sombras en el Ágora del Parque Juárez, de la ciudad de Xalapa; o un mimo, quizá de nombre Ezequiel, en el parque de atracciones infantiles del cuarto lago de la misma ciudad; o las tardes que hojeaba libros sin leerlos en casa, igualmente en la infancia; o la lectura en voz alta de mis padres.
Borrador 4
Qué es la columna para nosotros. Probablemente, será lo mismo —algo parecido—, a lo que es… En la literatura de ficción, específicamente en el caso del autor de El libro de arena, se dice —con mejores palabras que las nuestras— que figurar como autor de un libro no se debe a otra circunstancia que no sea el azar. Esa tesis, cuyos antecedentes conocen mejor ustedes que uno, tiene como sustento otro cuento del mismo autor, «Pierre Menard, autor del Quijote», publicado en Ficciones.
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