La Navidad tiene su origen en una palabra en latín (Nativitas), esa vieja lengua que hablaban los habitantes del Imperio Romano, y que significa “nacimiento”. Entonces, la Navidad hace referencia al alumbramiento de una nueva vida, pero ¿la de quien? La de un tal Jesús, hijo de María y de José que para los “cristianos” (seguidores de Cristo) es el mismo Dios. Según la tradición, la fiesta comenzó a celebrarse en Alejandría en torno al siglo III de nuestra era. Ciertamente, pese a los esfuerzos de muchos expertos en calcular la fecha exacta del nacimiento de Jesús, no la sabemos, porque no hay ninguna referencia histórica. Pero el 25 de diciembre siempre había sido significativa en la antigüedad por la celebración de festivales conmemorativos del solsticio (momento en el que el Sol alcanzaba la máxima latitud norte) del invierno en el hemisferio norte. Así que el cristianismo toma ese acontecimiento para celebrar la Navidad.
Lo cierto es que la conciencia colectiva de nuestras sociedades sigue teniendo estas fechas como festivas en las que se nos anima por activa y por pasiva a consumir, es decir, a gastar el dinero en regalos, viandas, viajes y celebraciones de todo tipo. Vacaciones obligadas en el calendario escolar, son días en los que nos vemos obligados a organizar las agendas de otra forma, y en la que a través de anuncios y spots lacrimógenos se nos anima a consumir. Todo vale para esta estrategia, pero funciona muy bien los tics del hijo o del amigo alejado que vuelve al hogar, la infancia añorada, los seres queridos que ya no están y las lucecitas de colores bailando al ritmo del tintineo de cascabeles. Se utiliza la imagen de la familia unida y de los sueños por realizar para incitar a comprar de todo, desde lotería, pasando por turrones, juguetes, o fiambres, girando en torno a una publicidad bien estudiada, porque si nos tocan el corazón y nos sacan una lagrimita ya estamos a merced de quien sea. Y parece que entonces estos días tienen que ser sí o sí de familia, o de reencuentro de amigos, creando todavía más superficialidad a lo que supuestamente celebramos.
Entonces, ¿qué celebramos en realidad? Cada ser humano sabrá lo que celebra y lo que quiere celebrar. Pero está claro que no celebramos lo mismo, aunque lo llamemos de la misma manera. Días de agasajos, invitaciones que hacer y que aceptar. Días de exceso de llenar la panza y las bolsas y de escasez de algo que llene el alma y el corazón. Días de luces que nos ciegan, y de cargarnos de cadenas y obligaciones. Días de escaparates y de ofertas, de conciencias azucaradas y perdidas, de colas para casi todo, de locura colectiva, de ciudadanía dormida y aborregada al calor de lo cursi y lo bobo.
Y porque somos muy inclusivos e integradores, felicitamos las Fiestas en general, como si la palabra Navidad nos diera miedo o nos pareciera que suena a no sé qué. Precisamente la Navidad es tiempo de recordar y celebrar que alguien nos amó tanto que quiso revestirse de nuestra carne en medio de la historia de la humanidad.
Nos falta autocrítica y nos sobra bobería. Nos falta autenticidad y coherencia y nos sobra postureo y hacer las cosas simplemente porque toca o porque sí. Así, yo tampoco querría celebrar nada de nada. Y la gente celebra sin saber qué celebra.
Pero yo quiero celebrar la Navidad, porque es motivo de alegría en mi vida. Y me gustaría celebrarlo con mucha gente, incluso algunas personas que ya no están… Y sí, compartir la mesa y brindar es una forma, porque los acontecimientos importantes que afectan a la vida de cada cual, hay que celebrarlos. También trataré de sacar tiempo para el silencio y la contemplación, pidiendo por tanta gente que sufre de formas tan distintas. Y dando muchas gracias por el don de la vida, la mía y la de tantos y tantas. Para mí, ser consciente de esa “encarnación” de Dios es motivo de fiesta, y de las grandes. Tiempo de Esperanza, de la que no defrauda, de la que dura para siempre. Horizonte y utopía de un mundo mejor, posible si ponemos más de nuestra parte. ¡Feliz Navidad!
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