Hay una línea invisible que une prosa y poesía.
Algo imperceptible que las convierte en permeables.
Un finísimo trazo que apenas se aprecia y que hace que pasemos, con facilidad absoluta, desde esa emoción que brota, como un limpio manantial que de pronto nos inunda, al hecho de que la vistamos con palabras.
Entonces parece haber una sutil convocatoria en la que todas ellas se preparan para salir a escena, sin saber de antemano cuáles serán elegidas.
Ignorando si irán de vaqueros o de tules y gasas, si las emociones envolverán los sustantivos y los verbos para ir de excursión, en deportivas, por caminos de piedras o para bailar como cisnes, con zapatillas de ballet, en un escenario ataviado de poesía.
No saben, hasta que comienza a sonar la música interna, si el ritmo será el de una de esas hazañas épicas que cualquiera de nosotros protagonizamos cada día sin sabernos actores principales y sin prestarnos apenas atención, o si será una danza de lluvia suave con sus parsimoniosos acordes que se desperezan como las cuerdas de un arpa tras la sigilosa posesión que realiza esa conmoción en nuestro cerebro.
Si acabará siendo un adagio, un arpegio, un pizzicato que arranca sus notas más delicadas para narrar el mejor escrito.
Si se inundará de descaradas interjecciones, de preguntones interrogantes, de concretos adverbios, de valientes preposiciones o de hipotéticos condicionales. De presuntuosos números o de sutiles calificativos.
Existe una línea sin función de frontera.
Un sutil trazo que jamás separa, que hace convertirse, a quien se emociona y pretende compartir su sentir escribiendo, allí, en aquel lugar tan alto en el que se van cuajando los sentimientos, en un funambulista que posa sus pies desnudos sobre la gelatinosa línea que zigzaguea con tanta facilidad entre prosa y poesía, intentando equilibrarse con su mágico paraguas de palabras.
Mercedes Sánchez
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La fotografía es gentileza de José Amador Martín, a quien se la agradezco.
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