Viernes, 05 de diciembre de 2025
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Días nublados
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Días nublados

Actualizado 30/11/2025 13:23

Se pone la tarde, mortecina y gris. Son días que acaban en una tristura de frío que no conjuran ni el adviento, ni las luces de navidad. Será porque hay una ausencia, una situación que nos duele a cada paso por el pavimento húmedo, neblinoso ¿Dónde ese ruido artificial de fiesta? ¿Dónde la calidez de la chimenea que azulea el aire con su humo?

En el pueblo donde cae la oscuridad sobre la teja árabe de las casas abandonadas, se inclinan los tejados donde nacen los líquenes y las frágiles plantas que alguien me dijo que se llamaban “basilios”, como el poeta de Cáceres. Son casitas bajas de puertas casi quebradas por la humedad que se aprietan, diminutas, contra las nuevas de persianas cerradas que guardan el calor de la chimenea. De niña, pasaban por la calle del atardecer los hombres que regresaban del campo, las cabras que venían del monte, los gatos y algún perro desorientado. Ahora nadie interrumpe mi paso porque, como dice mi madre, de noche no se anda por la calle, y extraño ese verano feliz de largas tardes, de gentes a la puerta con su sillita de enea y su charla al fresco de la buena vecindad.

Me gusta, como gato, perderme por los tejados, incluso ahora, cubiertos de una pátina húmeda de frío mientras camino envuelta en mi propio aliento. Y recuerdo a la madre de mi amigo, que temía el momento en el que el vecino hacía la tarea anual de recorrer el tejado. Había que cuidarse de goteras, de ahí el rito como el de varear los colchones o encalar la pared. Claro que el encargado de registrar que la teja no se hubiera movido le daba a la pinta y ponía el corazón en un puño a las dueñas de las casas que, aun así, le confiaban tan delicada tarea. Hay cosas que solo las puede hacer uno. Y ese uno, aunque algo achispado, era capaz de subirse al tejado y sin más protección que una mirada preocupada, comprobar que todo estaba en orden o recolocar un poco la teja sublevada. Esa hecha de barro que, como buena tierra, florece y se cubre de piel aterciopelada y verdosa.

Tienen nuestros pueblos esa mezcla fea pero inevitable de lo viejo y lo nuevo, el recuerdo de la construcción de piedra, adobe y teja árabe con el muro moderno y práctico donde no hay nada de bello y sí mucho de empeño por la comodidad. De los corrales de pozo y tenada queda poco, y lo poco que queda se derrama en una ruina de puntales y paredes que se desarman, piedra y barro. La mano que recoloca la teja, que encala la pared o zurce un muro duerme bajo la tierra, la niebla, la lluvia, la memoria que sabía del oficio y de la vida. Y la calle, quieta, vacía, solitaria, se llena de ese fantasma que reclama, su casa, su labor, su bienaventuranza.

Charo Alonso. Fotografía: Fernando Sánchez.

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