Lo demás, la y el lector, las estrellas del cielo, las plantas de la ventana, lo saben. Evitaré la fatiga de leerlo.
a.
Entre las personas dedicadas a la escritura, podemos citar en primer lugar a quienes escriben con base en las lecturas. Las planchas en blanco que tenemos el resto de los (in)mortales, quienes escribimos en hojas, aquellas personas las tienen en los márgenes de las páginas impresas: arriba, abajo, a los costados. Ellas escriben en el espacio reservado para dotar de aire a la hoja del libro, lo hacen entrelíneas, encima, incluso, de lo que leen los renglones. Su escritura comenta la obra, la anota, la interpreta con base en referentes culturales particulares. Cada subrayado, cada raya, expresa con lenguaje propio un sentido que a nosotros, testigos de la puesta en escena, no nos es dado conocer. Ellas y ellos escriben leyendo, leen para escribir. No aprende lo que leen, pues todo lo conocen de antemano, leen para tener una pauta por donde caminar rumbo a un destino no sabido.
Esa artesanía del lenguaje engasta letra a letra, palabra a palabra, sílaba a sílaba, una glosa —en ocasiones, más acabada que el escrito impreso—. Su mensaje no se encuentra depositado en el referente del escrito, sino en la subjetividad de quien lo trazó. Pongamos por ejemplo un caso de Las mil y una noches.
b.
Cuando Aladino baja al fondo de la tierra, por órdenes de su tío (sic), en ese renglón podría haber una señal, una raya verde, por ejemplo. Pues bien, si nosotros aprendices de artesanos del idioma nos enfrentamos a esa rúbrica, nunca sabremos que la llamada tenía la intención de recordar que también en la leyenda artúrica un joven es el depositario del hado para empuñar el objeto mágico y hacerlo suyo. Aladino, imagen y semejanza árabe. La densidad de la carga semántica omitida, tácita, resulta equiparable a la densidad de esos buenos caldos que prepara la gente sencilla, que están buenísimos y nos hacen moquear y llorar de placer.
El término que debimos haber empleado desde un principio para esos campesinos de las letras, obreros de las consonantes y vocales, barrenderos de la imperfección y la elipsis, es el de la relectura. Aunque lean un libro por primera vez, se las saben de todas todas. Le adivinan la suerte al relato o el poema antes de que la suerte le hubiera revelado al artista la palabra acertada. En ese nivel de lectura se cuenta con un bagaje que ofrece los códigos y pistas necesarios para recoger lo ajeno y confirmar, acaso limar, lo propio. Desplazándonos un poco más allá, llegamos a la región del espíritu donde una, uno, calla, y es el otro, el autor del libro, quien se toma la molestia de decir lo propio. Por este motivo, no resultaría irracional decir que el mejor libro de las personas consagradas al acto de la lectura de lo propio mediante lo ajeno es el conjunto de sus notas, o sea, su biblioteca.
c. Pensamiento peregrino
Igual que las personas, las culturas, los países, tienen un código, que articula y pone en marcha el mecanismo del pensamiento y la convivencia entre humanos. Convivir con otras culturas nos vuelve sensibles a esas variantes. Aprendemos —sin saberlo— la artesanía de la filología. Identificamos lo bueno, descartamos lo falso. La intuición se afina y discierne con más claridad y tino el verso y reverso del asunto. Cada cultura hunde sus raíces y sostiene sus edificaciones en este principio únicamente similar a sí mismo. Acercarse a otra cultura implica apreciar tales matices. Y de ese modo, cada libro ofrece una peculiaridad distinta, irrepetible, que a quienes glosan el escrito les permite navegar con un soplo renovado, en dirección a su propia Biblioteca de Babel.
Ayer por la noche tuve un pensamiento peregrino, de esos que llegan a la mente cuando uno abre la puerta del dormitorio y toca el aroma de las plantas del salón con la ventana abierta. Era tarde, en términos de una jornada laboral, que iba desde la madrugada con la afinación del material de las lecciones por impartir en las aulas, hasta bien entrada la noche, con algunas tareas revisadas y nuevos preparativos docentes casi por cumplir. Las farolas alumbraban el sendero que va del conjunto habitacional a un cerro detrás del campus universitario. Encendí la luz. Escuché el contenedor de la basura, quizá golpeado por un gato asustado por un coche. Otras ventanas, en el edificio contiguo, también estaban encendidas. El reloj dio las 10 en punto (lo supe porque a esa hora recibí una notificación electrónica. En ese momento, parecidos a las estrellas rutilantes, los libros cobraron un vigor parecido a la luz. Los escuché en su silencio de piedra.
Los vi buscar los libros pares, los vi despedirse e ir a por los impares, escuché el rechinido de dientes. Vi un libro en extremo hermoso, que cautiva mi atención en virtud de su pobreza, en un punto ciego del librero, junto a una piedra que me regalaron del este del país. Tomé la piedra. La puse al revés. Recogí las llaves, que había tirado al desvestirme el abrigo y arrojarlo al sofá. Los libros, todavía sin moverse un ápice de sus respectivos lugares, no dejaban de comunicar una vida que solo conocen quienes no los han leído y aun así los han anotado desde siempre. Regué los cuatro tiestos de las plantas. Dejé los 20 yuanes en la mesa de centro, pues el café ese día me lo había invitado una amistad.
d. Una elipsis, el todo
Entre los papeles que había dejado en la alfombra, para ordenarlos otro día y acaso releerlos, encontré una carta. Toqué con las yemas de los dedos la rúbrica, el remitente, la acerqué al olfato para mirar si podía palpar todavía el sonido de su fragancia. No la besé. La abrí una vez más, con la reverencia de un pliego intonso. No la leí. Hay objetos que están hechos para la contemplación, no para el consumo.
Los trazos quebrados de las letras, un par de tachaduras, el pulso firme de alguien que teme perder una amistad, en virtud del corazón volcado en los enunciados, el pétalo al cabo de una sentencia. Tomé la piedra de nuevo. Puse la carta en pie, reclinada contra el lomo de un tomo de cultura china clásica. Los caracteres severos del volumen, muchas veces terribles, cuando los miro a medianoche, antes de la aurora, o incluso en una pesadilla, sirvieron en ese caso para sostener el peso de la hoja apoyada, desmayada, contra él. El retrato a un costado —una mascota— observaba la carta y callaba algo.
Nosotros también somos libros. En nuestro cuello, los transeúntes atestiguan una historia, en el paso tambaleante, la mirada perdida en la avenida, en espera del autobús, las manos. La gente parecida a un libro vive con poco, pues una elipsis de san Juan de la Cruz le vale para entender todo lo que pudo haber explicado el santo en caso de haber estado aquí instruyéndose con nuestra columna. Por eso tengo su retrato en otra estantería. Cuando me tiendo en el sofá, nada más girar la cabeza, veo al santo en su lugar, obediente como hace 500 años, sin moverse, en espera de que deje el teléfono para instruirme en su ciencia fingida.
e.
Saben, les contaré algo, ahora que nada más nos lee el editor del periódico salmantino para quien no escribimos. Sentado en el sofá aquella noche al cabo de una jornada de trabajo, todavía con el aroma de las plantas del salón, miré debajo de otro sofá lo que parecía ser un libro. Me agaché. Con el permiso de la lección del santo, alargué el brazo y tiré de él. Tenía algo de polvo en el rincón. Era un libro, en efecto, restaurado. Abrí el broche de cuero del estuche. Toqué la portada. Retiré la tarjeta de la maestra restauradora de libros. Se trataba de un obsequio de la cónyuge de mi librero mexicano. Tenía unas palabras dirigidas a mí, en el reverso de la tarjeta.
Cómo podía ser que el volumen hubiera acabado en ese sitio. Examiné una vez más sus páginas, sin prestar atención de nuevo en su contenido. Presté atención en algún pie de foto, un mapa, la huella de la polilla. Era un libro italiano, encuadernado en marrón, un volumen conocido por toda y todo italiano que tenga uso de letras y números. Observé las anotaciones marginales, entre renglones, las rayas paralelas y oblicuas. Quise saber de quién pudieron haber sido. Quise entender qué pudo haber visto en ellas su autora, su autor. Ese era el valor del libro. La lámpara vertical sobre sus páginas amarillas, lastimadas por el bolígrafo subrayando nombres y conceptos cotidianos. El tiempo invertido en su exploración, su comentario, su resignación. El punto y aparte apaga los labios del libro y estimula la imaginación del lector. Esa glosa figuraba en la página 83.
f.
Lo demás, la y el lector, las estrellas del cielo, las plantas de la ventana, lo saben. Evitaré la fatiga de leerlo.
La empresa Diario de Salamanca S.L, No nos hacemos responsables de ninguna de las informaciones, opiniones y conceptos que se emitan o publiquen, por los columnistas que en su sección de opinión realizan su intervención, así como de la imagen que los mismos envían.
Serán única y exclusivamente responsable el columnista que haga uso de nuestros servicios y enlaces.
La publicación por SALAMANCARTVALDIA de los artículos de opinión no implica la existencia de relación alguna entre nuestra empresa y columnista, como tampoco la aceptación y aprobación por nuestra parte de los contenidos, siendo su el interviniente el único responsable de los mismos.
En este sentido, si tiene conocimiento efectivo de la ilicitud de las opiniones o imágenes utilizadas por alguno de ellos, agradeceremos que nos lo comunique inmediatamente para que procedamos a deshabilitar el enlace de acceso a la misma.