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Colores

Actualizado 21/11/2025 07:55

“Ya nos veremos yo y tú, / juntos en la misma calle, / hombro con hombro, tú y yo, / sin odios ni yo ni tú, / pero sabiendo tú y yo, / a dónde vamos yo y tú...”. NICOLÁS GUILLÉN en Cantos para soldados y sones para turistas, 1937.

En los territorios reaccionarios, y no solo partidistas, de la política española, sopla un viento antiguo que nunca fue del todo desterrado. Vuelve con apariencia técnica, casi inocente, la propuesta de incluir la “raza” del delincuente -o del aún más frágil “presunto”- en los atestados policiales. Bajo esa apariencia burocrática late un eco oscuro, una grieta enorme en la gran sima por la que se nos está deslizando este país, que ya conoce demasiado bien las consecuencias de mirar al otro como amenaza. Nombrar la raza en un informe policial no es solo consignar un dato, sino depositar una semilla de miedo y angustia y de sospecha, darle alas a la soberbia de los que se creen más por la fortuna involuntaria de haber nacido aquí, y amenazarnos a todos cuando se confunde, o se quiere confundir, el color de la piel con el crimen, la procedencia con la culpa, la extranjería con el peligro.

La historia reciente muestra el mecanismo con siniestra precisión: los datos se filtran –interesadamente-, los titulares se multiplican, y el racismo, siempre vivo en este país desde tiempos inmemoriales, sigue creciendo sin necesidad de hechos reales que lo empujen; y una permanente sombra de sospecha, exclusión y odio sigue agigantándose sobre todos nosotros, infecta las ciudades y envenena los barrios, excluyendo aún más acentos y rostros que nada han hecho, salvo no ser exactamente iguales a quienes abogan por señalarlos, a quienes escupen en su origen, a quienes insultan su cultura. Así se alimenta el racismo: no como algo repentino, sino como un lento moho que se instala en las rendijas del cada día, cada palabra, cada saludo...

Todo esto ocurre sobre un suelo calcinado. Si no era bastante que arrendadores, vendedores y contratistas de todo tipo ejercieran el racismo discriminatorio y despectivo en cada una de sus actuaciones negando, marginando, imposibilitando y señalando, en estaciones de tren, aeropuertos y terminales de autobús es habitual ver cómo ciertas personas - las más oscuras de piel, las que cargan el estigma de ser ”diferentes”- se convierten en sospechosos ‘por defecto’. Controles policiales selectivos, miradas inquisitivas, documentos exigidos con la frialdad de quien repite un gesto automático; comportamientos que denuncian sesgos atávicos de las fuerzas “del orden”, útiles a ciertas banderías, que las policías españolas sirven en bandeja a todos estos que ahora aumentan la apuesta pidiendo datos de raza escritos y firmados, colores de piel certificados, ámbitos de procedencia y otros extremos de la discriminación, que no estarán solo escritos en los papeles sino grabados en la piel oscura, y que van abriendo más heridas, más desprecios, más prejuicios, y que alejan el concepto de humanidad de muchos ojos que ya ni miran.

La paradoja es cruel: si se identifica más a quienes tienen la piel oscura, aumentan inevitablemente los atestados que mencionan a personas de piel oscura. Y esa estadística circular terminará “probando”, con apariencia de verdad científica, el prejuicio que la originó y el perjuicio que se buscó. El relato simplificado es un arma devastadora. No es la realidad lo que se mide, sino la sospecha lo que se confirma. Fuera del encuadre quedan los argumentos de la razón, los motivos centrales, la profundidad de las cosas: la desigualdad, la discriminación persistente, la precariedad que muerde; variables que no resultan tan útiles para un discurso que prefiere narrar la inseguridad como un combate entre “los de aquí” y “los de fuera”.

Las encuestas ya advierten una deriva que deberíamos enfrentar: el racismo crece, y lo hace con especial fuerza entre la gente joven. No por azar, sino por saturación. Redes sociales infestadas de medias verdades, titulares incendiarios disfrazados de noticia y discursos políticos que siembran desconfianza hacia quienes vinieron a este país simplemente a existir.

España ha tejido, durante décadas, una convivencia imperfecta pero valiosa, donde la diversidad ha echado raíces. Pero los avances democráticos son frágiles: basta una política mal orientada o una idea tóxica envuelta en tecnicismos para que la corriente empiece a cambiar. Introducir la raza en los atestados policiales sería dar a esa corriente la fuerza que necesita para hacernos retroceder. Sería legitimar el miedo como brújula, el prejuicio como diagnóstico, la piel como destino. Y una democracia que acepta eso es una democracia que ya ha empezado a pudrirse, a adocenarse, a morir. Las democracias no se rompen de repente: se erosionan en gestos, en decisiones que parecen burocráticas, en palabras que vuelven del pasado en las infectas papillas de la ignorancia, de la deseducación, de la indiferencia.

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