«Filosofar es buscar el camino para despertar.»
MARÍA ZAMBRANO
«La filosofía no ofrece respuestas, sino que mantiene abiertas las preguntas esenciales.»
W. JASPERS
La filosofía es, ante todo, una forma de despertar. Cada tercer jueves de noviembre, cuando celebramos el Día Mundial de la Filosofía, la UNESCO nos recuerda que pensar no es un privilegio de académicos ni un pasatiempo ocioso, sino una necesidad profunda del ser humano. En un mundo que avanza con la prisa y la ansiedad de lo inmediato, la filosofía aparece como un acto de resistencia: detenerse, mirar, preguntar. ¿Qué es esto que vivimos? ¿Por qué lo vivimos así? ¿Qué queremos llegar a ser? Son preguntas antiguas, pero nunca caducas, porque la vida no deja de empujarnos hacia nuevas incertidumbres. Y es precisamente en el hueco entre la rutina y el desconcierto donde la filosofía vuelve a hacerse indispensable.
Decía Aristóteles que los hombres comenzaron a filosofar movidos por el asombro. Esa palabra —asombro— debería ser rescatada de la etiqueta infantil a la que solemos relegarla. Asombrarse es conmoverse ante lo obvio, percibir un temblor en la superficie lisa del día a día, descubrir que nada está del todo garantizado. El niño que pregunta por qué cae la lluvia o por qué brillan las estrellas no está buscando una fórmula química o un protocolo atmosférico: está abriendo la puerta al misterio. Cuando adultos, dejamos de asombrarnos porque creemos saber; pero en realidad dejamos de saber porque dejamos de asombrarnos. La filosofía nos invita a recuperar esa mirada primera, una mirada que, lejos de ser ingenua, es hondamente crítica: ver el mundo como si fuese la primera vez permite entenderlo como si fuese la última.
¿Para qué sirve filosofar? Quizá convenga empezar por lo que no hace. La filosofía no fabrica objetos ni cura enfermedades, no multiplica la riqueza ni acelera la productividad. A ojos del utilitarismo contemporáneo, es un saber sospechoso porque no genera beneficios. Sin embargo, pocas cosas resultan más peligrosas para la vida humana que una existencia desencantada, puramente funcional, incapaz de detener la maquinaria para interrogar sus fines. “Una vida sin examen no merece ser vivida”, dejó escrito Sócrates, y esa afirmación sigue siendo tan urgente como hace veinticinco siglos. Porque cuando dejamos de examinar la vida, dejamos de ser libres. Nos convertimos en engranajes, en consumidores, en ejecutores de decisiones que otros han tomado por nosotros.
La filosofía sirve para recuperar la voz en un mundo que nos da consignas. Sirve para desacelerar un tiempo que quiere arrastrarnos. Sirve para sospechar de la obviedad, para romper la superficie de las cosas y mirar lo que late debajo. Sirve, en definitiva, para sostener la pregunta, que es la forma más humilde y más radical de la lucidez.
Kant, en el umbral de la Ilustración, resumió esta tarea en dos palabras: sapere aude, atrévete a pensar. Atreverse es asumir que pensar no es cómodo. Pensar implica renunciar a certezas heredadas, desmontar prejuicios, soportar la intemperie de la duda. “Solo sé que no sé nada”, repetía Sócrates, y esa frase, lejos de ser una confesión de ignorancia, es una declaración de valentía: aceptar que el saber empieza precisamente donde termina la soberbia. Hoy, cuando la posverdad diluye los hechos y las redes sociales magnifican la opinión como si fuese conocimiento, la filosofía nos recuerda que pensar es distinguir, separar lo verdadero de lo verosímil, lo razonable del simple ruido.
Pero la filosofía no es solo un ejercicio crítico; es también un ejercicio de cuidado. Cuidado de uno mismo, porque nos enseña a ordenar nuestros deseos, a poner nombre a nuestras emociones, a interrogar nuestros miedos. Cuidado de los otros, porque nos obliga a mirarlos como fines y no como medios. Cuidado del mundo, porque nos recuerda que no somos dueños de la realidad, sino huéspedes. Epicuro la entendió como una medicina del alma y tal vez no haya definición más actual: en tiempos de ansiedad, hiperconexión y cansancio moral, filosofar es aprender a respirar. “Lo que es bueno es fácil de conseguir”, decía Epicuro, recordándonos que la serenidad no está en acumular, sino en comprender.
También sirve la filosofía para recordarnos la responsabilidad de ser libres. Sartre lo formuló de manera inapelable: estamos condenados a la libertad. Aunque pretendamos evitarla, la decisión nos persigue: elegir es inevitable. Y en esa elección se juega nuestra dignidad. La filosofía no elimina la angustia de elegir, pero la ilumina. Nos enseña que la libertad no es hacer lo que queremos, sino querer lo que hacemos; no es seguir el capricho, sino asumir las consecuencias. Pensar es, en este sentido, el primer acto de justicia que podemos ejercer sobre nosotros mismos.
El Día Mundial de la Filosofía busca precisamente eso: recordarnos que pensar juntos es una forma de comunidad. Porque la filosofía nunca ha sido un monólogo. Nació en la plaza de Atenas, se desarrolló en el ágora, se alimentó de disputas, de diálogos, de maestros y discípulos. Somos seres que hablan, y en esa conversación compartida la filosofía se vuelve puente, vínculo, encuentro. Como escribió Hannah Arendt, “comprender no significa excusar, sino examinar y soportar conscientemente la carga de nuestro tiempo”. Y esa carga —crisis democráticas, desigualdad creciente, violencia normalizada, indiferencia global— exige más pensamiento, no menos.
Quizá por eso la filosofía incomoda: porque desvela lo que preferimos no ver. Pero su función no es darnos consuelo, sino ofrecernos claridad. Como el médico que diagnostica una enfermedad para poder curarla, la filosofía diagnostica nuestras cegueras para que podamos enfrentarlas. No promete felicidad, pero permite algo más profundo: vivir con sentido. Vivir con la conciencia de lo que somos y de lo que podemos llegar a ser.
Al final, la filosofía se resume en un gesto: levantar la cabeza. Mirar. Preguntar. Pensar. En un mundo que nos invita continuamente a bajar la vista para mantener el ritmo frenético de lo inmediato, ese gesto es casi subversivo. Por eso, cuando alguien pregunte para qué sirve la filosofía, la respuesta puede darse en una frase sencilla: sirve para vivir despiertos. Para que la vida no se nos escape entre los dedos sin haberla comprendido. Para que, cuando llegue la noche y miremos atrás, podamos decir que hemos vivido con ojos abiertos, con la conciencia en vela, con el corazón dispuesto a la verdad.
La filosofía, en sus formas más humildes y más altas, es ese espacio donde la pregunta se vuelve camino y el camino se vuelve sentido. Y quizá, en un tiempo como el nuestro, no podamos pedirle más ni necesitemos pedirle menos.
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