El libro que glosaba el original chino tenía la marca de imprenta de un establecimiento de la calle Revolución. El tiraje constaba de 42 ejemplares.
Manchun Bloom
La columna la escribió Juan Angel el viernes 14 de noviembre, en Manchun Bloom, un establecimiento de la calle Xinmofan. Hoy sábado, sacando partido del uso horario, buscó la carpeta, abrió el archivo y miró que consideraciones le valían lo escrito. Tomó un par de notas en su cuaderno de bolsillo, ajustó el ala del sombrero y acudió al quiosco a mirar qué titulares reportaba la prensa china. Pagó el ejemplar del periódico con un par de monedas, que dejó sobre el cristal, casi sin que cayeran al suelo. Ajustó el ala de su sombrero nuevamente, tal vez sin notarlo.
Entre las consideraciones reportadas por la prensa del pueblo estaba la apertura de una nueva área residencial en el barrio antiguo de Shanghái, a poca distancia del museo donde había apreciado la revolución científica y tecnológica de la nueva China, señera en el desarrollo social y el cultivo de sus tradiciones. Esa era la zona que había escuchado mentar en una conversación de sobremesa, en el restaurante al que había acudido al cabo de la jornada laboral. Tomó nota de la dirección en el mapa y guardó la locación entre los favoritos. No convenía dejar que lo miraran leer ese anuncio con tanta insistencia. Podría levantar sospechas.
Biblioteca
Tomó al punto el servicio de transporte a una biblioteca cercana y se entretuvo con volúmenes de jardinería. El cielo en la ventana exhibía una benévola prepotencia que llenaba el recinto letrado con una luz inasible, del color del otoño, que resaltaba las motas de polvo en los escritorios y acentuaba los rasgos de los rostros de los demás lectores. El silencio casi podía palparse incluso en esa estela de luz, cayendo oblicua, como si fuera la bendición de un ángel afuera en el cielo, con sus alas suspendidas. Juan Angel dejó su sombro en la mesa y abrió el libro. Esto fue algo de lo que encontró al pasar las páginas, sin prestar demasiada atención en el contenido.
Jardín de otoño
[…] recibe el nombre de Jardín de otoño. En las páginas anteriores, hemos visto cómo ha sido comparado con la poesía alemana de Hölderlin y Angelus Silesius; también, debido a un recado comunicado en persona al autor de este capítulo, sabemos que en Occidente algo vale la mención del futuro Laberinto della Masone, con una estética donde el cuidado del espacio en blanco, quizá de raíz bodoniana, insinúa con intensidad lo que en vano resaltaría un estilo recargado. De ese jardín hablamos en el presente apartado.
Cuando cruzamos el umbral de la tercera puerta, percibimos la fragancia del osmanto, también conocido como olivo fragante, o árbol del té. Sus pequeñas flores, desprendidas como la brisa del mar en otoño, proporcionan un ornamento natural a las calzadas, o senderos caprichosos, que brindan el pretexto para que el fortuito recinto reciba el nombre que le hemos conferido, jardín. El mármol enmarcado en madera, en la distancia de los corredores laterales, brinda la noción de montañas, ríos, cascadas, incluso aldeas, al visitante. Contienen por el azar de la geología pinturas sin escuela del mundo rural del país. La belleza de lo no requerido compite en desigualdad de condiciones con el inapreciable marmoleado de los libros conservados en bibliotecas particulares.
En ese jardín, cabe la impresión de la distancia de un rey de N. El aspecto fornido de ese caballero retratado en la estampa número 31, equivale a la noción de amplitud y generosidad reportada por el intrincado diseño de los senderos que ni se bifurcan en el caso presente, ni esconden ninguna clave de ninguna disciplina humana que no sea nada excepto la extrañeza. La fortaleza de los aposentos en loza, piedra y madera, ornamentados con resinas carmesí y ocre, aderezados con alerones levantados a las nubes, no proviene de ninguna fuerza física imposible de vencer en contiendas caballerescas. Su temor, o incluso reverencia, no lo evoca la precaución de un daño físico, o mortal, sino una aspereza que compite con la de los pétalos de las rosas y las oraciones de los monjes.
La variación del tono del color por el paso de las horas desprende una música queda, que puede apreciarse en el reflejo del agua de los estanques, heridos por el pálpito de los peces. Ese concierto moderado tiene su contrapunto con el coro de frailes del bambú, agitado por el soplo de un viento que, al igual que en Occidente, carece de origen y destino. En cuanto a las hojas de bambú desprendidas, en Oriente también se cree en lo que en términos latinos ha sido acuñado como sortes Virgilianae. Con los guijarros sucede lo mismo. [A continuación, citamos entre comillas, porque a diferencia de lo anterior, que ha sido traducido e interpretado por Juan Angel al vuelo, lo subsecuente sí responde al criterio original de la fuente.]
«Carece de importancia que el misterio radique esculpido en la piedra. No importa que un niño lo lea y lo memorice. El misterio se activa no por el recitado, o la mera lectura casual. […] Resulta baladí fijar la atención en los pabellones, las galerías, los puentes; tampoco merece ninguna consideración la lectura atenta de las imágenes reflejadas en el agua. Ambas escenas (puentes, galerías, pabellones reales y reflejados en los estanques) adolecen de la misma mentira: la poesía ha instruido que la verdad marcha un paso adelante (el instante responde al pasado).
El puente lanza su sendero sinuoso [en este párrafo de la transcripción, Juan Angel ha repetido el renglón: la errata en la lectura se ha producido porque ha volteado a mirar aquella otra mesa junto a las estanterías de los volúmenes de caligrafía; ha llegado un grupo de Corea, que examina un ejemplar tendido ahí], el puente lanza su sendero sinuoso, zigzagueante, no a un punto material del espacio: lo hace —sin que nos detengamos a proporcionar más señas sobre el artificio— al tiempo, al futuro, donde asentaremos el paso. El silencio del jardín no siempre está hecho para las palabras».
Biblioteca
A esa hora del día, en la biblioteca comenzaban las presentaciones de libros y demás eventos preparados por un consejo verdaderamente preocupado por el cuidado humano de sus visitantes. De Juan Angel haber pasado por Salamanca, donde se instruyeron muchos de los personajes que hoy leemos en las biografías de los libros, habría podido comparar la actividad de esta biblioteca pública como la de la Casa de las Conchas, cuyo programa de actividades semanal difícilmente lo copia el foráneo. Calzó su sombrero nuevamente, sin dejar de alisar el listón y acomodó la silla en su lugar, para acto seguido hacer sonar su calzado sobre el impoluto suelo de ese templo del saber.
Calle Xinmofan
La calle le despertó las mismas impresiones de la mañana. Esa tarde no tenía previsto ningún encuentro con el otro grupo de comerciantes, con quien había hablado días atrás, sobre alguna generalidad y muchas imprecisiones en torno al mercado de Yiwu. Revisó los mensajes de su teléfono. Uno en particular capturó su atención. Era del libro consultado en la biblioteca, que mediante un registro digital reportaba actualizaciones de ediciones nuevas, o complementarias, registradas en repositorios afines. Había una cita. Ahí mismo, recargado en el pasamanos de un puente, sacó su cuaderno y la anotó.
«La obra teatral conocida como El sueño en el jardín de otoño arroja una lectura complementaria al capítulo original del libro, estampa 54. Ese jardín, como en su día lo fue la Antigüedad Clásica para las y los humanistas del Renacimiento, no reporta para la vigilia mas que una premonición de algo todavía por acontecer. La filología de los humanistas volvió realidad la Antigüedad Clásica, del mismo modo que la mujer y el hombre que recorre los pasajes del jardín, con su entendimiento e intuición reconstruye lo que en un principio debió ser el mundo».
El libro que glosaba el original chino tenía la marca de imprenta de un establecimiento de la calle Revolución. El tiraje constaba de 42 ejemplares. La rúbrica leía el nombre J. A. Laomao.
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