Con estupor y profunda conmoción reacciona nuestro cuerpo cada vez que leemos o escuchamos noticias de guerras que se abren como heridas, que no dejan de sangrar ni de supurar, porque tanto daño se sabe cuándo empieza y lo que implica, pero ignoramos cuándo llega su final.
Luchar contra qué, viniendo de dónde. Intentamos averiguar el origen de las hemorragias internas que fueron sembradas, que se riegan con odios, que se alientan con ayudas de aquí y de allá, que responden a momentos y coyunturas cuyos últimos hilos nunca se pueden conocer en este mundo de intereses y ocasiones, partidas de ajedrez que usan como tablero las vidas de otros que nunca parece que estén tan cerca.
Sin embargo, las personas vemos personas allí lejos, sin conocer sus nombres ni sus biografías, seres anónimos que sabemos que sufren, privados no sólo del material sustento o de los techos que les protegían, también de sus parientes o del preciado bien de la libertad.
Ignoramos cuáles son sus rasgos faciales, su estatura, el color de su pelo, a quién ruegan ante una necesidad, pero sabemos que sufren desgarros del alma cuando ven a sus familiares inertes, cuando no encuentran a sus hijos (que son tan hijos suyos como son nuestros los nuestros), cuando corren por las calles la violencia el secretismo y la mentira, cuando la muerte sobrevuela los cielos y se pasea por las aceras…
Mientras tanto, ¿imágenes sesgadas?, ¿cifras manipuladas?, ¿informaciones interesadas?, ¿quién cuenta, uno a uno, los muertos, los heridos, los desaparecidos, los secuestrados, los ultrajados, los violados?, ¿quién anota sus nombres y apellidos, su edad, su oficio, sus aficiones, sus amistades, sus ilusiones?, ¿quién lleva la cuenta de tanta vida masacrada?
Mientras tanto nos crece el deseo, el terco y pertinaz deseo de que cada guerra acabe.
Y, cuando todo parece imposible, cuando ya han volado los puentes que unen y pulverizado los hospitales que curan, cuando ya no existen las pizarras, los pupitres, las escuelas que enseñan, cuando no hay alimentos ni mercados, ni campos sembrados ni animales vivos, cuando ya no queda prensa que cuente ni imágenes que testimonien, ni existen fotos de antepasados en los extintos hogares ni documentos que identifiquen, ni historia en los museos, ni voz en los teatros, entonces los cielos empiezan de nuevo a tener nubes blancas y se calla el ruido de los aviones asesinos y el aire, por fin, ya no huele a sangre y humo.
Entonces se emprende de nuevo la arriesgada aventura de volver sobre los pasos con la ilusión de las banderas blancas recién estrenadas.
¿Por qué calles, de escombros amontonados?
¿A qué número, de la avenida que ya no existe?
¿A qué hogar volatilizado?
¿A comprar en qué tienda qué alimentos?
¿A abonar con qué monedas?
¿A encontrar a qué vecinos?
¿A abrazar a qué familiar?
¿A jugar en qué parque?
¿Quién dará reposo y sepultura de eterno descanso al amigo muerto?
¿Quién sanará la herida en qué hospital?
Volver, ¿a dónde? ¿a qué lugar que ya no existe?
¿Cuántas generaciones son necesarias para regresar a la casilla de salida de antes de la guerra?
Hasta ahí llegamos y sentimos. Y se desgañitan en nosotros nuestros ruegos para ver si, unos con las voces y otros con silencio, abonamos con blancas manos esa misma tierra ahora profanada, deseando a diario que florezca, para SIEMPRE, en el mundo, la imprescindible PAZ.
Mercedes Sánchez
La fotografía es gentileza de José Amador Martín, con mi gratitud
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