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Un guijarro, 20 yuanes y unas cuantas estrellas
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Un guijarro, 20 yuanes y unas cuantas estrellas

Actualizado 25/10/2025 09:08

Un nadador acaba con la piscina olímpica, la destroza, la hace suya, la gira y azota con sus brazos y hombros poderosos, Atlas de una nueva Atenas.

Las palabras espacio y tiempo solemos encontrarlas en los libros. Aparecen, incluso, en las publicaciones de las redes sociales, insertas en frases que resumen de un plumazo la sabiduría humana, atribuidas a personajes de la historia. Para las personas de las ciencias exactas, ambos términos arrojan significados que probablemente nosotros, ajenos a esas ciencias, desconocemos. Dando un paseo por el Jardín Botánico Zhongshan, Nanjing, pensaba en la relativa exactitud que comportan las palabras, cuando se solapan y el pasado queda superpuesto al presente; o el presente, visto en retrospectiva, se posa como una fotocopia sobre la imagen real del pasado. Compré un té y me senté a contemplar la galería de imágenes esculpidas en piedra, escondidas entre veredas, recortadas en las esquinas donde los paseos en zigzag demoran un trayecto hecho, tal vez, no para llegar al otro lado, sino para apreciar lo que media entre un punto y otro. Me levanté del asiento. Tomé algunas fotografías. Esto es el movimiento, pensé: lo que había leído y anotado (qué horror decir esta palabra) décadas atrás, en el presente aparecía como una realidad que daba fe de aquellas imágenes de los libros. El movimiento, entonces —pensé adelante— ayuda a entender el tiempo y el espacio, al menos desde la perspectiva de las letras.

Un conflicto al que nos enfrentamos en el Jardín Botánico Zhongshan fue la confrontación de las representaciones de Buda en piedra, tocadas por el halo del tiempo, de cara a nuestro concepto, el movimiento. Desde una perspectiva occidental, de manera casi innata asociamos la idea de movimiento al hecho físico del desplazamiento de un punto a otro. Movimiento, para nosotros, implica ir adelante, bambolearse, siquiera, incorporarse a un estado vertical. Eso se aprecia asimismo aquí en China: vayan a los jardines patrimonio de la humanidad, del este del país, cerca de Shanghái, y miren el comportamiento de los no orientales. Al igual que yo, la demás gente camina, avanza, gira, se topa con el punto de partida, busca otros caminos para volver a tirar adelante, encuentran un pabellón parecido al anterior, se sientan. Las personas de allá, en cambio, carecen de esa prisa por apurar el jardín de un trago. No ven el paraje como un shot de tequila o alcohol blanco. Para ellas y ellos, los peces rojos de los estanques, las piedras caprichosas cercando una vereda, las ventanas con patrones geométricos que varían casi imperceptiblemente, el soplo del viento en el bambú… para aquellas personas, en esos detalles radica el ornamento y belleza del jardín, no caminan rápido, cuidando apoyar bien el pie en el puente de piedra, para no resbalar e impactar la estructura ósea contra la orilla.

Para el pueblo chino, la ciencia y la tecnología son fuerzas productivas primarias. Esto quiere decir que ambas ramas del saber no pueden encontrarse desvinculadas del aparato económico y social que empuja adelante una nación. El rezago en esos rubros implicaría el estancamiento en una condición nacional a la zaga de los tiempos. Aunque como bien sabemos quienes no nos dedicamos a eso, la instalación de tal infraestructura productiva requiere atajar, primero, la problemática más esencial que muchos pueblos, hoy en día, subyugados por una forma de poder sesgada, padecen incluso con la condición mortal. El movimiento —basta echar un vistazo a vuelo de pájaro para apreciarlo—, opera de maneras distintas, según resulte el enfoque adoptado. Una vez en México, país al que por ciertos motivos conozco un poco, surgió la noticia de un tal chupacabras, que acababa con el ganado del campo de una región del país. Ese evento similar a las noticias horribles y espantosas de los pliegos sueltos del siglo XVI coincidió en el tiempo con el Fobaproa, esto es Fondo Bancario de Protección al Ahorro (sic), que comprometió al pueblo mexicano con una deuda de proporciones cósmicas. El conjunto resulta similar al robo del Louvre, que coincide con el reconocimiento de Francia al Estado Palestino y la creciente demanda por justicia y misericordia global, con énfasis en calles como las de Italia. Los eventos del pasado y presente se superponen unos a otros. En el caso actual, el chupacabras ha reencarnado como los inquilinos de la Galería Apolo del Louvre.

Entre más se sube en la escalera del mundo, el nivel de intrigas, juegos de espejo, sospechas, aumenta. En sentido contrario a los espejos de príncipes de la literatura medieval y renacentista, a las escaleras al cielo de la literatura espiritual de aquellos tiempos, aquí en lo alto del mundo lo negro se torna blanco y lo alto bajo. Pareciera que las cosas se tornan al revés. Pateé un guijarro que impactó un macetero de la calzada, en el Jardín Botánico Zhongshan, y bendije mi suerte de no encontrarme arriba. Yo no tengo mas que 20 yuanes en el bolsillo, con los que pago el café con que escribo, en ocasiones, una columna, para un periódico español. Esas pocas columnas, después de publicadas, escapan de mis manos, cobran independencia, se vuelven, en todo caso, propiedad de las y los lectores. Y eso si los hay, pues yo bien sé que más allá de mi librero mexicano y su cónyuge, nadie más lee estas palabras, que tienen como sino, quizá, aquel verso de la última estrofa de los sonetos de Góngora y Sor Juana Inés de la Cruz, que tiran del cabello a Garcilaso y lo avientan allá con sus estudiosos en Barcelona o el lugar que sea. Recojo el guijarro, lo escudriño, y con cierta reserva de las cámaras en el jardín, que custodian mejor estos guijarros del suelo que en París las joyas de la realeza, lo guardo en el bolsillo de la camisa. Camino adelante. Miro en el teléfono si no me ha caído ninguna notificación por el guijarro. No. Hasta ahora, no ha caído nada.

Movido por el impulso, doy un paso más. Me descalzo. Apoyo las plantas de los pies en el suelo frío, irregular. Le permito a la humedad del ambiente que impregne con su perfume no usado mi poco cabello. Pronuncio unos versos que llegan a mi mente en ese instante. Bendigo, sin decirlo, a las personas oprimidas, sin hogar, que son quienes en realidad conocen el tiempo, el espacio, el movimiento, la dignidad, pues a ellas el sustento les cae del cielo y lejos de aspirar, en términos literarios, a los premios de la poesía, esta última tiene en ellas la épica destinada a cantar. Pienso, de vuelta en casa, tras la visita al jardín botánico, en las personas que consumen el tiempo de sus vidas en algo en lo que se terminan convirtiendo. Esto supone otra forma de alquimia, me parece. Otra —más modesta— transfiguración. Eso son los libros para las y los bibliófilos. No son objetos, sino algo diferente, algo como las estrellas, rutilantes, inasibles, incontables. Quizá, la persistencia en el tiempo, o la memoria, solo resulte posible a través del movimiento, un movimiento que aparenta quietud. La belleza cambia de manera imperceptible, gradual: eso lo concede, para los humanos, la constancia, la persistencia, en una disciplina que a diferencia de la disciplina de las religiones no lastima la carne, sino que la troca en mármol imperecedero.

Todavía me queda una bolsa de té. Pondré música. Descolgaré el auricular del teléfono. Le dedicaré cinco minutos a contemplar (aunque sea desviando la mirada: resulta innecesario, o imposible, mantenerla fija) en aquella palmera de las calles vecinas. Más atrás hay un lago, que no aprecio desde aquí, pero me basta con saberlo, intuirlo, ahí. En el estadio en el barrio vecino, las y los atletas fatigan su musculatura flexible, hermosa, imparable. Y allá todavía más atrás, en un declive de la avenida, un nadador acaba con la piscina olímpica, la destroza, la hace suya, la gira y azota con sus brazos y hombros poderosos, Atlas de una nueva Atenas, contemporánea. Apuro el último sorbo del té. Cuelgo el auricular de nuevo.

torres_rechy@hotmail.com

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