Viernes, 05 de diciembre de 2025
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El mundo entre dos potencias
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El mundo entre dos potencias

Actualizado 08/10/2025 07:51

“El poder no está donde aparenta estar. No reside en los parlamentos ni en los despachos de los presidentes, sino en los consejos de administración de los grandes conglomerados financieros.”

VICENÇ NAVARRO Y JUAN TORRES LÓPEZ

“La guerra comercial es solo una parte de una contienda mucho más amplia y compleja… sobre quién dará forma al orden mundial del futuro.”

DAVID SHAMBAUGH

El siglo XXI se ha abierto con un desplazamiento silencioso y profundo: el ascenso de China y la progresiva pérdida de hegemonía de Estados Unidos. Durante décadas, el mundo pareció estructurarse en torno a un orden unipolar regido por Washington, consolidado tras la Segunda Guerra Mundial y reforzado por la caída de la Unión Soviética. Pero aquel equilibrio se ha quebrado. China, tras siglos de humillación y pobreza, ha regresado al centro del tablero mundial con la paciencia de las civilizaciones que nunca olvidan. Su irrupción no es una sorpresa súbita, sino el resultado de una estrategia de largo recorrido, tejida entre la disciplina del Estado y la ambición del mercado, entre el cálculo político y la audacia económica.

Desde las reformas de Deng Xiaoping a finales de los setenta, China se apartó de la ortodoxia marxista y adoptó un modelo híbrido: un capitalismo controlado por un Estado comunista. En apenas una generación, pasó de ser un país agrícola y empobrecido a convertirse en la segunda economía del planeta. Su entrada en la Organización Mundial del Comercio en 2001 simbolizó una integración en el sistema global que no implicaba rendición, sino un plan calculado para reescribir las reglas desde dentro. China se ha hecho rica sin volverse liberal, abierta sin perder el control del Partido. Esa mezcla, que Occidente llamó “capitalismo de Estado”, es su mayor fuente de poder: un orden económico que sirve a un propósito nacional.

Estados Unidos observó este ascenso con una mezcla de fascinación y temor. Durante años vio en China un “taller del mundo”, útil para contener la inflación y abaratar los bienes de consumo. Pero la crisis de 2008 cambió el guion: mientras la economía norteamericana se tambaleaba, China seguía creciendo, sosteniendo un capitalismo global que ya no dependía solo de Wall Street. Desde entonces, Washington percibe a Pekín como su rival más serio. La cooperación se ha transformado en competencia, y la competencia en desconfianza.

El nuevo equilibrio del poder es, en realidad, un equilibrio de tensiones. Ambos países se necesitan y se temen. China financia parte de la deuda estadounidense; Estados Unidos garantiza el orden global que permite a China prosperar. Ambos comercian, se espían y se acusan mutuamente. “Esta extraña pareja coopera de una manera indisoluble: China contamina su medioambiente para permitir a Estados Unidos ahorrar, pero compra los bonos del Tesoro para permitirle a Washington dilapidar fortunas en Irak o Afganistán”, se ha escrito con precisión inquietante. En esa interdependencia contradictoria reside la paradoja del siglo XXI: una alianza involuntaria entre rivales.

La rivalidad se libra en varios frentes. En el económico, la guerra comercial y tecnológica se ha convertido en el nuevo campo de batalla. En el geopolítico, el Indo-Pacífico concentra la tensión con Taiwán como punto de ignición. En el ideológico, ambos se disputan el relato del futuro: Estados Unidos defiende la democracia liberal y el orden basado en reglas; China propone un modelo de soberanía estatal, desarrollo autoritario y pragmatismo sin moral universal. No es una pugna de ideologías, sino de modelos de modernidad.

Xi Jinping ha convertido el “Sueño Chino del Gran Rejuvenecimiento Nacional” en un proyecto civilizatorio: restaurar el papel de China como “País del Centro”. No busca tanto desafiar a Occidente como desplazarlo, demostrando que prosperar sin democracia liberal no solo es posible, sino eficaz. Frente a ello, Estados Unidos se ve obligado a defender su primado redefiniendo las reglas del juego. La vieja estrategia de contención ha mutado en una guerra de normas, aranceles y sanciones.

Europa, atrapada entre ambos, vive su propio dilema. Su seguridad depende de la Alianza Atlántica, pero su prosperidad está ligada al mercado chino. Alemania vende automóviles en Shanghái, Francia negocia contratos energéticos en Pekín, y el conjunto de la Unión Europea se debate entre la fidelidad atlántica y la autonomía estratégica. Ha definido a China como “socio, competidor y rival sistémico”, una triada que refleja su ambigüedad. Europa sabe que necesita diversificar sin romper, defender su seguridad sin hipotecar su economía, y hacerlo sin perder sus valores.

Mientras tanto, otros actores emergen: India, Indonesia, Brasil o Sudáfrica se mueven entre ambos polos con pragmatismo. Son las nuevas piezas del tablero multipolar, capaces de bascular según convenga. Su peso económico y demográfico puede definir los equilibrios futuros. La multipolaridad, sin embargo, no garantiza estabilidad: puede ser también sinónimo de fragmentación y riesgo.

El conflicto no se libra solo en la Tierra. “El cielo ya no es un símbolo de lo eterno, sino un tablero de juego”, se ha dicho con razón. La nueva frontera del poder es el espacio. China ha lanzado su estación Tiangong, ha explorado la cara oculta de la Luna y planea una base lunar; Estados Unidos impulsa el programa Artemis y refuerza su Space Force. El espacio, antaño territorio de la cooperación científica, se ha convertido en escenario de competencia tecnológica y militar. Quien controle las órbitas, controlará la Tierra.

La pregunta, sin embargo, no es quién ganará, sino si el mundo soportará esta carrera. Los modelos estratégicos muestran que la confrontación pura genera pérdidas para todos. La lógica de “hacer perder más al otro” puede acabar siendo autodestructiva. La guerra del futuro no será solo militar, sino económica y digital. Los algoritmos sustituirán a las trincheras, las sanciones a las bombas.

Noam Chomsky escribió que la “gran estrategia imperial” de Estados Unidos ha sido siempre preservar un mundo unipolar, incluso si para ello debe redefinir la ley y la moral según su conveniencia. En ese sentido, la reacción estadounidense frente a China no es una novedad, sino una continuidad. Pero el adversario ha cambiado: ya no es una ideología, sino una civilización entera que reclama su lugar.

El nuevo equilibrio del poder no será la paz ni la guerra, sino una coexistencia tensa, una “bipolaridad asimétrica” donde la cooperación se mezcla con la rivalidad. Las potencias deberán aprender a convivir con la competencia, a compartir un mundo que ninguno puede dominar por completo. Europa, mientras tanto, deberá decidir si quiere ser espectadora o actor. Y el resto del mundo, si prefiere ser campo de juego o jugador.

El futuro dependerá de la inteligencia colectiva para evitar que la ambición se convierta en ruina. Porque, más allá de los PIB, los satélites o las alianzas, el nuevo equilibrio no se decidirá por quién domina el mundo, sino por quién logra no destruirlo.

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