Tiene el otoño una dorada fecundidad de crepúsculos violeta y buenas intenciones. Un apresto nuevo de libros que huelen a goma de borrar, agendas escolares vacías donde escribir todos los mejores pronósticos. Ya vendrán los vientos a llevarse las hojas muertas, a los barrenderos madrugadores, a los niños de la mochilita pequeña, a las madres con su cansancio que no hay conciliación familiar que borre. Septiembre ha terminado con su ratito de adaptación, su horario interrumpido para que no llore el recién llegado al horario temprano de la guardería y mi amigo de las redes, habitante de un tiempo jubiloso, recuerda que, en la sierra, los pueblos se quedan vacíos, anhelantes de verano, las puertas y ventanas con la madera de otro tiempo cubriendo el hueco de los visitantes.
Llega el otoño de verdad, con su frío temprano, su calcetín que, en mis cajones, nunca tiene pareja. Son viudos y disímiles bajo mis pantalones. Y la lavadora se encarga de removerlos en una divertida orgía de colores. Las hojas que se caen, la hiedra que se pone colorada al sol que madura los membrillos y deja un rastro de melancolía en cada rostro. Estamos tristes y cerramos carpetas desmemoriadas, buscamos calcetines que guardamos con el agujero de la falta y me pongo las chaquetas de mi padre buscando el consuelo de los días dulces con gota de miel en los atardeceres. Vino que rebosa, miel que resbala, mangas cortas que llevan chaquetas por las mañanas de frío mientras afuera, en la cristalera de mi madre, titila el lucero del alba anunciando que tengo que salir de casa, que ya no soy una niña a la que ella compraba el material escolar en Pablos porque los dueños “venían siendo de Calvarrasa”.
Una red cariñosa de referencias ahora cerradas. La librería que ya no está, el hueco del comercio de toda la vida, la verja convertida ahora en pared para hacer un insólito apartamento en el que no vivirá una familia, sino un visitante que parece rehuir la magia de los hoteles. A mí me gustan los hoteles, la mano que ordena la habitación mientras estoy fuera, el desayuno que nos deja ahítos, el lujo de un rastro que no es el nuestro. Pero la calle ahora se llena de esos huecos abandonados del comercio pequeño, minorista, condenado al olvido y a mi recuerdo desordenado que no se cierra, ni en vacaciones, ni por inventario del corazón. Vida que intercambia vida al cabo de la calle, pan, carne, pescado y pirámides de naranjas porque comienza el otoño, los catarros, el uso y la costumbre. Y el niño agarra el cuaderno y lo empieza, primero con orden y limpieza, luego, con la dejadez de la prisa. Y la luz empieza a declinar tarde tras tarde, para no hacer mudanza en su costumbre.
Charo Alonso.
Fotografía: José Amador Martín.
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