Viernes, 05 de diciembre de 2025
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Un color gris muy personal
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Un color gris muy personal

Actualizado 27/09/2025 09:05

Hoy, cuando releo su escrito, acompañado de una fotografía expresiva, dejo el teléfono en la repisa de la ventana y tomo la escoba. Barrer el suelo, hoy sábado, me permite olvidarme de mí mismo y recordar el encanto de la creación.

Me gustaría calcar el relieve de mi trabajo. Pasar por su superficie un lápiz para dejarlo duplicado en una hoja. Levantarlo con la mano y apreciarlo a contraluz. Colgarlo, quizá, en una pared junto a unos gatos, no lejos de la lámpara, para apreciarlo, además, por la noche, cuando las estrellas bajan a la ventana y los planetas discurren, vagabundos, por sus órbitas. Eso es lo que intento en este momento, cuando saco punta a mis lápices y acerco a mi hoja una goma, aunque desconozca si en este tipo de obra no se deba emplear la goma de borrar. Riego un par de plantas en unos tiestos heredados, dispuestos, sin orden, en unas repisas, y me siento a la labor.

Ayer comentaba con mi compañero extranjero del Departamento de Español (trabajamos en China) que mi universidad, en buena medida, me parecía gris. Un color, a primera vista, poco atractivo. Monótono, tal vez, severo, incluso, indescifrable, mutable, rígido en su constancia bien dispuesta. Los pasamanos de las escaleras, los zócalos de las paredes, el brutalismo de los edificios de esa coreografía, oda, a la ciencia, la técnica y las humanidades. En el salón de clases, eso veía con el mueble del centro de cómputo vinculado a la pantalla digital, el proyector, los recursos para las clases de audición, las fotocopias, los pases de salida. Todo era gris, o beige. Al otro lado de la ventana, el edificio que me devolvía la impresión del edificio donde me encontraba reproducía como un espejo de bronce mi imagen.

Mi compañero de Departamento compartió mi impresión, al menos en parte —o eso me pareció ver cuando tomábamos café después de haber degustado una comida frugal, vegetariana. Yo recordaba en ese momento de nuestra conversación lo que había visto mientras mis estudiantes trabajaban con un ejercicio de Piedra de sol (el calendario, no el poema de Octavio Paz). En la pantalla del aula teníamos los glifos terribles de ese pueblo antiguo, con su visión del mundo congelada en esa piedra terrible, solar, en movimiento. Mis estudiantes hacían sus ejercicios. Yo guardaba silencio detrás del mueble del centro de cómputo. Asomaba la vista por encima y los veía con su atención suspensa sobre sus fotocopias impresas con un zodiaco diferente, el azteca.

La lluvia cerrada (una cortina gris más) tornó indescifrable el horizonte. Su sonido monótono, como el de un sueño que no termina de volver al recuerdo, anunciaba algo, lo insinuaba, lo acercaba al oído, aunque no terminaba de llegar. El trance solo lo interrumpía el teléfono que, en silencio, destellaba al recibo de cada nueva notificación. Las mesas, las sillas, grises, beiges, la loza de las piedras del camino, el asfalto, la moto eléctrica pasando por el charco despacio, para no pringar la falda impoluta de las estudiantes tomadas del brazo bajo un paraguas infinito. El gato detrás de la efigie de X. Zhuang, el lago detrás, que multiplica por dos con su cuerpo de agua lo que hay arriba. Ese era el color que quería cuando pensaba, años atrás, en tener un coche. Ese es el color de algunas pinturas que me gustan. En mi universidad, no obstante, ese color se vuelve pequeño, del tamaño de un guijarro, cuando lo miramos en perspectiva rodeado, herido, acechado, lanzado al vuelo por las montañas eternas que lo rodean y levantan. Ese es el color, más bien, gris y verde. El coro de las copas de los árboles, graciosas como seres vivos, tocadas por el ala de las nubes (otros seres vivos), comunica un mensaje que froto con el lápiz sobre la hoja para poner la imagen de relieve.

Al término de esa clase, cuando no quedaba nadie en el aula, después de borrar el pizarrón, me vinieron unas palabras a la mente (palabras que, como las presentes, probablemente no sean reales). Las copio aquí, en un papel al lado de la hoja donde tenemos parte de la estampa de arriba. «La natación me dio constancia, ritmo, resistencia (sic). / La escuela, inteligencia (sic). / La iglesia, fe, esperanza, caridad. / Los errores, sabiduría.» Los errores, lamentablemente, se convierten en nuestros mejores maestros. Dictan una cátedra que, impresa en la contrición del alma, no se borra nunca y permanece para siempre. Guardé las fotocopias, los libros, el ordenador, apagué las luces y el aire acondicionado y salí del aula.

En el momento descrito párrafos arriba, cuando me encontraba detrás del centro de cómputo y seguía el desempeño de los estudiantes con la mirada en silencio, pensé algo. Una imagen anidó en el centro de mi alma. Ahí estuvo un tiempo, como un pájaro que entra en casa y revolotea por la cocina, el salón, el pasillo. Esa idea carecía de palabras, llegó con un mensaje comunicado en otra lengua, con trinos, probablemente. No tenía caso intentar ponerla por escrito. Cuando salí del edificio de las aulas y puse un pie en la calle del campus, volví a recordarla. Después, se esfumó por completo y nunca la volví a atisbar, ni siquiera ahora.

Muchas de esas ideas, seguramente, las llevaremos dentro. No hablo de ningún teatro de la memoria como los del Renacimiento, ni de ninguna mística en clave anagógica. Hablo de un sentido literal de los objetos. Cada objeto atesorado en el escritorio, como un retrato de V. Herrero, E. Asensio, B. R. Rivera, cada recuerdo, alguna piedra, alguna moneda, algún presente. Esos estímulos, atesorados con el cuidado diario que retira el polvo de sus esquinas, pule su contorno, reacomoda su disposición en otras estanterías, arranca como una nueva lámpara de Aladino al genio que mora dentro y cumple nuestros deseos. El imperdible con que aquella persona acompaña el tocado de sus prendas. Cada persona contiene esta suerte de infinitos en el interior. En palabras del arte, y por qué no, de las artesanías también, el mero hecho de que sean unas, unos, quienes pongan por escrito o en otro soporte lo abrigado por los demás, carece de importancia, no responde a nada más que a un simple acontecimiento fortuito. El tejido de las vivencias y la ocasión de compartirlas con alguien convierte en una sola entidad al creador y el espectador, al espectador que, sin saberlo, dota de vida al creador.

En el caso presente, la vida laboral, que lleva consigo muchas horas de la vida personal por partes iguales, tiene un color gris y verde, pero vibrante, sereno, austero, sencillo. Su color cabe en una esfera del Aleph. Cuando miro el resultado de mi obra en el papel con el dibujo puesto de relieve con el lápiz frotado, no me desagrada. Han pasado casi 20 minutos desde que lo inicié. Le doy un sorbo a la taza de café. Me incorporo. Me asomo a la ventana.

Mirando a la distancia la montaña, pienso en las personas que no tienen la suerte de encontrarse en libertad de hacer cosas simples como esta. Muevo algunos tiestos, retiro tierra de unas esquinas. Mi modo de mostrarme empático con ellas lo he cobrado de las lecciones de los errores cometidos en el pasado. Aquellos errores —señalados en el billete escrito al cabo de la clase, ahora cosido al interior de mi chaqueta—, me permiten discurrir con mayor libertad por la órbita destinada a mi camino, errante y vagabundo, como un gato que no olvida dónde se encuentra su hogar. No hago más por el mundo, desde aquí, pero al menos, me parece, no resto ni demerito la belleza y grandeza que le son innatas. Todavía me quedan algunos sorbos del café. Quedan naranjas a un costado de la nevera. Hoy sábado 27 de septiembre de 2025, abriré el periódico Salamanca RTV al día para leer una columna familiar. Espero que abrevar de las plumas cuidadas nos depare unos buenos augurios.

Hace tres años, cuando trabajábamos desde casa, en México, para otra universidad en Asia, publicamos la columna del enlace, de título Gris. El pórtico lo redactamos nosotros, para presentar el cuerpo del escrito principal, Gris, con autoría de Dong Caiwei, Lucía, estudiante de esa otra institución. Hoy, cuando releo su escrito, acompañado de una fotografía expresiva, dejo el teléfono en la repisa de la ventana y tomo la escoba. Barrer el suelo, hoy sábado, me permite olvidarme de mí mismo y recordar el encanto de la creación.

torres_rechy@hotmail.com

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