En el camino hacia Guadramiro, al pasar junto al cementerio de Vitigudino en una noche sin luna, en un paso el sastre se sintió sujeto, como si lo estuviesen agarrando. ¿Eran los muertos que querían llevarle?
Cuenta la leyenda que en aquellos tiempos en que las carreteras no eran carreteras, sino caminos de tierra, el sastre de Guadramiro se acercó una fría mañana de marzo a Vitigudino para entregar en aquella villa algunos trabajos que había realizado, yendo en su trayecto de ida en un carro que iba vacío en su ruta hacia Salamanca, que más tarde volvería lleno con productos manufacturados en las fábricas de la capital.
De esta manera, el buen sastre de Guadramiro se plantó en Vitigudino para llevar sus prendas confeccionadas y entregarlas a sus clientes, a los que fue avisando para que fuesen a recoger sus encargos a la casa de un amigo del sastre en que las había descargado. Los clientes fueron llegando sin prisa, poco a poco, habiendo pasado el mediodía cuando aún faltaban bastantes por ir a recoger sus ropas.
Debido a la tardanza de algunos de dichos clientes, al sastre se le hizo tarde y no se decidió a emprender el camino de retorno a Guadramiro sin haber llenado el estómago. De este modo, entró en una taberna y pidió un plato de comida y media de vino, tomando asiento en un escaño a la vera de la lumbre de la posada, donde coincidió con un arriero a quien también se le había hecho tarde y buscaba comer y calentarse a la lumbre antes de continuar su camino.
Sin embargo, tras comer y pagar, ya dispuesto para regresar a Guadramiro, el sastre se encontró al abrir la puerta de la taberna con que estaba lloviendo y el cielo amenazaba con caer con mucha más fuerza, por lo que con el miedo de verse envuelto en un diluvio en un camino de retorno al pueblo que debía hacer andando, regresó al interior de la taberna para hacer tiempo a que escampase.
Así, se entretuvieron hablando largamente el tabernero, el arriero y el sastre, contando el arriero que en los últimos días había tenido importantes problemas en sus rutas debido a la lluvia, estando los ríos y regatos muy crecidos, no pudiendo vadearse, relatando que en Las Puntillinas el río cubría prácticamente la pontonera y había tenido que atravesarlo montado en la mula pisando esta a ciegas, temiendo seriamente que en la zona del medio del río les llevase la corriente. Siguió el arriero contando que en los molinos se estaban dando problemas por las crecidas en esos días, habiendo llegado a tener que pasar el molinero de Las Uces toda la noche en el tejado del molino.
De este modo, el tiempo fue pasando entretenidos en la charla, que discurría al abrigo de una lumbre alimentada convenientemente con más rachos por el tabernero, estando la caraba amenizada con vino y chochos. Sin embargo, pese al paso de las horas, fuera no paraba de llover, demorando aún más el retorno del sastre a Guadramiro, cayendo ya el día.
Finalmente, alguien entró en la posada congratulándose de que por fin había parado de llover. Era ya noche cerrada, sin luna y con el cielo nublado, de modo que el sastre de Guadramiro decidió emprender su viaje de retorno a casa, donde le esperaban su mujer y sus cinco hijos. Lo hizo temeroso por el respeto que le infundía el pasar junto al cementerio de noche, habida cuenta de los mitos y leyendas que se contaban sobre los camposantos de noche. Pero pese a ello emprendió la marcha, saliendo de la taberna envuelto en su capa.
Poco a poco, el sastre fue avanzando hacia la salida del casco urbano de Vitigudino y, tras pasar las últimas casas, paró a beber algo de agua en la Fuente del Concejo, como buscando con ello llenarse de valor antes de enfrentarse al obligado paso junto al cementerio, que se situaba pegado al camino de Guadramiro, estrechándose además el camino en ese punto.
Según se iba acercando, la fachada del cementerio resultaba cada vez más imponente, pareciendo la gran puerta central la boca de entrada a un mundo que se tragaba las almas, estremeciendo más al sastre los ruidos del viento en una noche sin luna, acompañados del silencio de su soledad en aquella extraña noche.
Al estrecharse el camino junto a la entrada del cementerio, el sastre llegó acongojado, más aún debido a que el camino estaba encharcado por las fuertes lluvias por el lado contrario al de la tapia del camposanto, donde las cortinas colindantes habían expulsado parte del agua que había colmatado sus terrenos, por lo que el sastre se ayudó de su bastón para lentamente intentar pisar el terreno más seco del camino en aquella oscura noche.
Sin embargo, junto al cementerio, mientras buscaba terreno no encharcado, sintió que a él también lo buscaban las almas del camposanto, y en un paso se sintió sujeto, como si lo estuviesen agarrando, y aunque intentó zafarse se sintió más cogido aún. Temeroso de las leyendas nocturnas de los cementerios, el sastre entró en pánico, clamando “¡Por Dios no me llevéis! ¡Soltadme! ¡Dejadme ir! ¡Tengo mujer y cinco hijos! He venido de noche porque no quise quedarme en Vitigudino para que no se intranquilizaran. ¡Por Dios bendito, no me lleven!”.
Cuanto más se intentaba zafar, más atrapado se veía, agravando su pánico al sentir como se le clavaban lo que creía eran las uñas de los muertos del cementerio que lo habían atrapado. Sus súplicas no surtían efecto y el bueno del sastre temía que se lo llevasen al mundo de los muertos sin volver a ver a su mujer y sus hijos, llegando a creer que las voces lejanas que se oyeron de repente de fondo, de los serenos de Vitigudino cantando la hora, eran las de los muertos que venían a llevarle, lo que le hizo perder el conocimiento.
Una vez que recobró el conocimiento, vio que seguía atrapado, se había desmayado de pie al estar bien sujeto, lo que reactivó sus miedos una vez despierto de nuevo. Cada pequeño sonido o ruido le sobrecogía, hasta que oyó acercarse unos pasos en dirección a donde estaba. Era un toro morucho que, sin embargo, apenas reparó en él, siguiendo hacia adelante. Pero tras el toro se oían más pasos, y junto a él aparecieron un caballo y su jinete, ante lo cual el sastre profirió un grito: “¡Los muertos! ¡Que me llevan los muertos!”.
Tras gritar asustado el jinete, salió disparado en dirección a Vitigudino, quedando de nuevo solo el sastre, atrapado. Volvió a implorar que le soltasen, que no le retuviesen más, que tuviesen compasión de él, pero cuanto más intentaba zafarse, más agarrado sentía que estaba, cayendo dormido por agotamiento a ratos tras tanto esfuerzo por soltarse, sueños breves de los que se despertaba por sobresaltos de la pesadilla de ser llevado por los muertos.
Finalmente, con las luces del amanecer se vio con más coraje, y cauteloso se giró intentando ver de forma precavida qué o quién era el que lo tenía cogido. De repente, todos sus miedos se desvanecieron, se había enganchado en un zarcerón y con sus movimientos por intentar zafarse no había hecho sino hacer más profundo el enganchón. Poco a poco el sastre de Guadramiro, ayudado de la tijera que llevaba en el bolsillo por su oficio, fue cortando las zarzas que lo aprisionaban, a las que acabó diciéndoles: “Sois zarzas, pero si fuerais almas del otro mundo haría lo mismo”. Y envuelto en su capa retomó su marcha hacia Guadramiro ya con el sol del amanecer a sus espaldas.