"El incendio foraz de Cipérez no ha sido solo una catástrofe ecológica; ha sido el reflejo en tiempo real de una herida mucho más profunda. El grito silencioso de una tierra que se siente olvidada"
Hay heridas que no necesitan el paso del tiempo para convertirse en cicatriz. Para la gente de la comarca de Vitigudino, la mía, la del pasado 15 de agosto es una de ellas. Ha pasado justo un mes desde que el infierno se desatara en Cipérez, y aunque el humo se disipó, el olor a impotencia y abandono se ha pegado a la piel, a la tierra negra que antes fue encinar y al corazón de quienes vimos cómo el fuego devoraba nuestra tierra.
Este incendio voraz no ha sido solo una catástrofe ecológica; ha sido el reflejo en tiempo real de una herida mucho más profunda. El grito silencioso de una tierra que se siente olvidada. La angustia de esas horas será imborrable: el miedo en los ojos de los vecinos al ver las llamas lamiendo los muros de sus casas, el pánico de los ganaderos corriendo para salvar a sus animales, su vida entera, de un monstruo que avanzaba sin piedad.
Y en medio de ese caos, surgió, una vez más, lo mejor de nuestra gente. ¡Qué lección la de los voluntarios! Vitigudino, en su día grande, y otros tantos pueblos, se vaciaron de repente. La urgencia de apoderó de todos, los móviles eran hervidero también, y muchos grupos de gente llenando coches para ir a ayudar. Ante la tardanza y la escasez de medios oficiales, un ejército de valientes se levantó. Eran agricultores, ganaderos, jóvenes y mayores de diferente perfil, armados con sus tractores, mascarillas, cubos de agua y sus manos limpias. Dispuestos a todo. Se enfrentaron al fuego con la única fuerza de su coraje y el amor por su tierra. Ellos fueron el primer y, durante demasiado tiempo, el único dique de contención. Su entrega fue heroica, pero también la prueba más dolorosa de nuestra soledad.
Porque mientras ellos luchaban, la realidad institucional nos golpeaba con una crueldad insultante. La denuncia de los propios bomberos de la localidad lo confirma: la falta de efectivos es tan grave que el parque de bomberos de Vitigudino, a escasos kilómetros del epicentro de la tragedia, tuvo que cerrar temporalmente en pleno incendio. Nos quemábamos, y quienes debían protegernos estaban maniatados por la precariedad. No hay metáfora más cruel para el abandono.
Este incendio es una nueva cicatriz en esta España vaciada. Otra más. Una tierra que se despuebla es una tierra que se convierte en combustible. Y hoy, aún con dolor, la pregunta es para ahora: ¿cuántas veces más tendremos que arder para que se den cuenta de que aún existimos?