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Actualizado 30/08/2025 09:06

Una enseñanza que con dificultad podremos aprender, acaso, a los 42 años.

Caminando por las calles de Nanjing, China, de nuevo, al cabo de las vacaciones de verano, recogí una impresión que ahora sé escribir de manera clara. El día era en extremo caluroso. Demasiado. Yo no tenía mucho de haber llegado. Habían pasado un par de días desde mi aterrizaje. Volvía al campus donde vivo ahora, en otro distrito, dentro de la misma ciudad, tras haber ido al centro para tomar un café en el lugar acostumbrado y reencontrarme nuevamente con los espacios habituales de esa zona de la urbe que durante meses pedaleé (caminé, quiero decir) de ida y vuelta, por sus arterias nucleares y por sus recovecos que, luego lo constataría, desconocían incluso personas radicadas aquí. El calor caía como si estuviéramos en una escena de El extranjero, de Camus. El entorno se transformaba en algo más parecido a la literatura y menos a la vida real. En el nuevo distrito, pavimentado con larguísimas avenidas que conectan empresas, hospitales, fábricas, centros de inteligencia tecnológica, plazas comerciales, recintos fortalecidos con una protección cibernética robusta, etc., nosotros habíamos salido de la estación más cercana del metro y caminábamos a pleno rayo del sol, como El extranjero, de Camus, repetimos, y vimos la escena donde encontramos reflejado de un modo claro lo que hasta ese momento había sido una intuición oscura.

Al día siguiente, amanecimos afiebrados, con un malestar que se convirtió en un dolor de cabeza que sentía como si tuviera incrustada una barra de metal precioso a un costado del cráneo. Estaba tirado en cama, con las luces apagadas, con las extremidades del cuerpo tiritando, con una sed que consumía mis labios secos. Por situaciones como esta, pensaba con lo que quedaba de espacio entre la barra de metal y el cráneo, personas que han venido aquí o a otros lugares del extranjero terminan por regresar a sus hogares al cabo de unos días contados. Un caso me lo refirió un amigo biólogo, conversando en el café Kariva, de Xalapa, meses atrás. Por una razón u otra (no me refirió la historia con pormenores), el joven que había conseguido lo más difícil, entrar en un programa de posgrado, cerró su maleta, apagó las luces, echó llave y dijo ahí nos vemos. Sí, le respondí, yo también conozco a la persona. Las circunstancias en las que nos conocimos fueron estas y estas otras. Exacto, exacto, me contestó él a su vez. En Salamanca, lustros atrás, supe el caso de una joven que con beca de posgrado, alojamiento en un colegio mayor, facilidades para darse escapadas adonde fuera, también pidió un taxi, lo abordó camino al aeropuerto y le dijo a España desde el avión, antes del inicio del semestre, ahí te quedas. Yo abría las cortinas de la ventana y me asomaba a ver cómo estaba el día. El calor, qué digo el calor, el horno encendido, vivo, hirviente, de la ciudad golpeaba los cristales de la ventana con una furia inmisericorde. Me obligaba a retroceder. Me hacía encender el aire acondicionado de nuevo, un aire que, a la postre, debía evitar por el mal que me hacía a mis pulmones. Dos amigos mexicanos, por WeChat, me convencieron para molestar a mis amistades locales y pedirles ayuda a domicilio. Lin y Sofía Qian llamaron a mi puerta. Me dieron en la mano todo lo que necesitaba para no volver a México. Otras dos amistades, de una ciudad entre Nanjing y Shanghái, buscaban la manera de entrar por la pantalla de mi móvil a mi piso, para entregarme en persona sus despensas. Me dijeron, en español e inglés, get well soon.

Ayer viernes, de mis primeras provisiones, me quedaba lo que en México decimos una Maruchan. En la nevera encontré un sobre de verdura congelada, también tenía un ajo. Además, disponía de un par de sobres de café para verter en un filtro con agua hirviendo y de unos buenos gramos de té local. No resultaba necesario ir a ningún otro lugar para apañarse el día. Con unas piezas de pan de molde, el cafecito quedó incluso como postre. En ese ambiente, abrí una caja más, de la mudanza del centro de la ciudad a ese nuevo distrito. Encontré los libros que hojeé el resto de la tarde. Un libro en especial, más que los otros, reclamó mi atención de un modo especial. Fue Los libros del SEMYR, Salamanca: Seminario de Estudios Medievales y Renacentistas, 2004. Para las personas familiarizadas con ese Seminario, SEMYR, no les resultará difícil pensar en su director, autor del libro citado. En esa obra, incluso cada espacio en blanco comporta un ornamento medido por el criterio de la belleza.

Nosotros, como inmerecidos —e incluso torpes, agregamos— malos aprendices que fuimos, nunca llegamos a ubicarnos a esa altura de la estética de la inteligencia, en palabras de Gamba Corradine, pero no por ello no dejamos de apreciar lo que ahora, años más tarde, resurge con una nitidez y gravedad incomparables en un dormitorio impregnado con el aroma de la comida. En este punto del relato, me gustaría contar con la sentencia perfecta, como sí podría asentarla Francisco Bautista o Rodríguez Velasco, para referir que todo lo que pudiera seguir escribiendo sería en vano, debido a que no hay más que decir. Herido como un pájaro en una piedra, tirado por accidente con el charpe de un niño, extendí como pude el ala, el brazo, y tomé otro volumen más, «Década de la pasión», «Cántico de la resurrección», de don Juan Coloma, también del SEMYR. Las lágrimas anegaron mis ojos.

El padre de una autora mexicana a quien he difundido a través de mis recursos digitales gusta de utilizar la expresión «joven promesa», para las personas que como yo, de 41 años, esperamos dejar de seguir siendo promesas cuando con la bendición del Señor cumplamos media década. Ciertamente, si nos atenemos a criterios como los desbrozados aquí, de una elegancia académica y artística, en el recinto de las letras, nunca podremos asentar las plantas de nuestros pies descalzos en esos imperios (¿no lo has hecho ya, me dice mi bibliotecario mexicano, tras el envío de «Árboles de jacaranda florecidos, comentario a un libro», «Cuánto te extrañé Nanjing Tech» y «La Comuna de Xalapa, de Álvarez Icaza, un libro vivo», la semana presente), con dificultad asentaremos las plantas en el paraíso deleitable del país de los libros del SEMYR. Pero si de algo puedo darme el lujo de hablar es de lo que he atestiguado en primera persona, en relación con el trato directo con quienes, seguramente, a los ojos del padre de la autora difundida por mí en el pasado no son jóvenes promesas: esa estética de la inteligencia la conozco, puedo calcular, con escaso margen de error, el volumen de ignorancia y oscuridad que me separa de esa luz. Cerré la «Década de la pasión» y me quedé retozando a mis anchas en el sofá del salón. Vi en la papelera la caja vacía del medicamento que había tomado en la semana. El calor en la ventana, por efecto del conjuro de alguien que pudiera haberle dicho con mucha fe baja, baja, sopla aire fresco, sopla, había reducido su tormento infrahumano. Era solo calor, húmedo, más no aquel horno, o comal, como el de Pedro Páramo.

Hay cosas que tiene Nanjing y no tiene Salamanca, así como a la inversa. De modo semejante, Xalapa, a la que personas de ciudades más grandes podrían mirar con menosprecio, a su manera tiene lo que ni Salamanca ni Nanjing conocen. Cada especie, incluso en las ciudades y los pueblos, goza de una impronta que no le es dada exhibir a ninguna otra. Xalapa no es Madrid, por supuesto, así como tampoco Madrid es el Puerto de Veracruz. No obstante, creemos, sí hay algo que las unifica, u homologa. La base humana en su cimiento. Esto fue lo que vimos cuando salimos del metro y caminamos como El extranjero, en las calles en brasas del nuevo distrito de Nanjing. Había una persona sentada debajo de un puente. Ese hombre era como todos los hombres y mujeres que veo trabajando en la construcción de las obras que aquí en China terminan incluso antes de iniciarlas (rápido). Se abanicaba el rostro. Tenía la pierna recogida contra su pecho y balanceaba la otra. A un costado, se elevaba una de las innumerables torres de la ciudad. Yo, que hasta entonces había guardado el registro gráfico de esas obras de infraestructura con mi cámara, supe que en realidad no eran ellas lo importante. Lo importante, supe cuando el hombre abrió sus ojos y me vio, son esas personas anónimas, que nunca llegarán a ser ninguna promesa de ningún tipo. Como esos hombres de bien, conozco al menos uno más, M., de mi barrio de Xallitic, quien nunca ha tomado ninguna cerveza fiada en el depósito acostumbrado, quien nunca ha dejado de apoyar a su equipo de fútbol de toda la vida, a pesar de que a ese equipo lo han usado incluso, al parecer, para ganar en las apuestas con las pérdidas en los partidos. Cuando lo veo por la noche caminar de regreso a su casa por el elevado puente de Xallitic, sé que en ese perfil austero la vida ha querido impartirnos una enseñanza que con dificultad podremos aprender, acaso, a los 42 años.

torres_rechy@hotmail.com

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