Viernes, 05 de diciembre de 2025
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La dificultad de las letras, más otras consideraciones
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La dificultad de las letras, más otras consideraciones

Actualizado 23/08/2025 09:17

Esto vale más que las letras, queremos creer, al menos en el presente escrito.

Desconozco cómo sonaría que dijera que no me gustan los libros. O más que los libros, la escritura. Probablemente, para evitar un malentendido, me vería en la necesidad de ofrecer una explicación al lector, a la lectora. Eso es lo que intentaré hacer en los renglones siguientes, a no ser que el propio cauce del curso letraherido me conduzca por otro rumbo, que termine distanciándome del propósito original. No será la primera vez que me suceda, en todo caso. En algún escrito en el pasado, me parece recordar, he hecho alusión al excurso, la digresión, ese vehículo que nos permite contemplar el hermoso panorama de todo lo bello que el espíritu humano tiene para compartir con su prójimo. A ojos vistas, como usted podrá apreciar, aquí abogamos por esa pasión del rodeo, contraria a la pasión de la línea recta. Recogemos mayor placer de la vuelta que nos permite ver un objeto desde sus 360 puntos de vista. Preferimos, aunque nos vaya la vida en eso, recoger notas y apuntes de nuestras lecturas, en lugar de sentarnos a escribir el libro, los libros, que nadie más leerá. Pero esto, a ojos vistas, vale para nosotros nada más. No pretende dictar ninguna estética que espíritus más aventajados que el nuestro tilden de simple e imprescindible. Aquellas personas, en todo caso, serán quienes escriban los libros que nosotros sí leeremos. Ellas harán de su pluma un monumento al prestigio. Por nuestra parte, lejos de poner el corazón en los libros y la escritura, lo descansamos en el referido excurso, la digresión, que no conduce a ningún otro lugar, al parecer, que no sea su propio sinsentido y asombro.

Hace apenas unas horas, no podrían imaginar el dolor de cabeza y la fiebre, con cuerpo cortado, que cargaba a rastras. El regreso a Nanjing me pegó con el acero encendido de su temperatura fuera de toda capacidad de asimilación y entendimiento. Aquí en el verano el clima cobra una materialidad imposible de resistir. Caminando por las calles del centro, muy distantes del nuevo campus donde duermo, el sol me caía encima como un comal encendido. Buscaba la sombra al cabo de un par de calles, para bajar al metro y resguardarme al amparo del clima de ese medio de transporte y los centros comerciales y cafés acostumbrados. Por la noche, exploté en fiebre y malestar. Aún en este momento (estimada, estimado lector, si es que alguien me lee: le recomiendo cubrirse con cubrebocas y guardar una sana distancia respecto a su dispositivo digital); aún ahora, siento la cabeza tocada con un zumbido y un vértigo moderado. Amistades de la universidad se encargaron ayer de traerme medicamento y provisiones de comida a mi piso. Me facilitaron las condiciones para descansar, evitar esfuerzos como el que hago ahora al escribir la columna y reponerme. Cuando me ofrecieron llevarme al médico, decliné la invitación porque me resultaba prácticamente imposible tenerme en pie. La luz de la habitación me molestaba.

Otra persona a quien le referí el caso por teléfono, me respondió may be COVID-19. Esto sí se los aseguro, sin rodeo alguno, directo al grano, que esa palabra me genera una repulsión indescriptible. Pocas cosas, como podrían ser los genocidios, la discriminación, el abuso, etc., despiertan un repudio similar al que me merece tal palabra del ámbito de la salud, o la enfermedad, pública. En el avión, con sus diversas escalas, la temperatura desciende de manera inversamente proporcional a la altitud del vuelo. Luego, el pasajero aterriza aquí y entra en el horno vivo de la ciudad. Al menos en mi caso, tal contraste me mandó a la lona antes del round 12. Si no me gustan los libros ni la escritura, entonces qué hago aquí, podrían preguntarme. Como respuesta, podría incluso agregar algo más. Tampoco me gusta la poesía. Cómo lo ven. Es cierto, aunque lo digo con matices. No debemos tomar todo al pie de la letra.

¿Alguna vez se han sentado a escribir? ¿Se han propuesto, no sé, redactar el número de palabras que llevo escritas hasta ahora, 678? ¿O han intentado leer un libro no muy extenso, como Indigno de ser humano, de Osamu Dazai, en los Clásicos Satori? No resulta fácil, ¿verdad? No podemos concentrarnos. Vean, de otro lado, cómo se les acentúa el vientre a las personas que consumen sus días y noches sentadas a la disciplina del escritorio. Se vuelven contemplativas, racionales, a veces filosóficas. ¿Alguna vez han contemplado la mirada de esas personas? ¿Han visto, acaso, la película El resplandor, con Jack Nicholson? En eso se convierten quienes se dedican a ese pasatiempo. Probablemente, en eso haya recaído la razón por la que algunas y algunos maestros de la humanidad no escribieron ni un solo renglón, ni compusieron un solo verso. Como personas inteligentes que eran, se preservaron de entrar en tal cueva de Montesinos.

El problema referido, por si no resultara suficiente lo dicho hasta ahora, incide con perjuicio en otra área de la esfera del ser humano: merma las pocas monedas de sus ahorros. Los libros cuestan dinero, lamentablemente, salvo en países como China, donde se consiguen obras bellísimas al precio de lo que en España o México nos costarían una caña y un par de tapas. La gente a la que le gustan los libros y la escritura compran libros. Caen en el sinsentido de comprar dos veces el mismo libro, y en el incluso mayor sinsentido de sentirse mal si regalan alguno de esos volúmenes duplicados. No son personas racionales. Lo mismo que dice un autor, lo leen con interés y sorpresa en la pluma de otro autor más, crean vasos comunicantes, rastrean una idea. Así le acaba de pasar a otro amigo mexicano, con un envío por correo electrónico con una transcripción de un fragmento selecto de Andrés Henestrosa. Cito un fragmento de la transcripción referida: “Después vendí algunos duplicados, medida de la que jamás acabaré de arrepentirme, porque, ¿cuándo y en dónde volveré a reunirme con ellos siendo como eran, y son, verdaderas joyas? ¿Cuándo, aunque pudiera adquirirlos, dar —es un ejemplo— con las Cartas de Cortés, preparadas por Pascual de Gayangos, en precioso papel, en gran tamaño, con las cubiertas originales, intonso? ¿Cuándo, cómo reunir todos los folletos, opúsculos de José López Portillo y Rojas, volumen del que me desprendí porque no permitía el acceso de una de sus obras mayores: Elevación y caída de Porfirio Díaz? Nunca.” A esta gente, claro está, no le valen las reproducciones digitales.

Por ese motivo yo no compro libros. Comprarlos, además, supondría el antecedente de contar con dinero para adquirirlos, y no se puede tener dinero si no se ha trabajado para ello. Tampoco escribo libros. Escribirlos y llegar a la cima del éxito supondría por igual llevar una vida como la de Osamu Dazai, por ejemplo, en la prosa, o como la de Charles Baudelaire, en la poesía, y no se puede tener tal vida si no se ha vivido de ese modo. Por donde miremos, no existe lugar ahí para nosotros. Como no hemos heredado la fortuna de Aby Warburg, tampoco podemos ejercer la penitencia del oficio de las letras del modo que lo hizo el hijo de los banqueros alemanes, en el siglo XIX, al lado de su Ninfa. ¿Qué nos queda, por lo tanto, al cabo de esta sesuda disquisición en torno a un rasgo de los libros y la escritura? Creo que no tenemos otra respuesta más que seguir por el rumbo que llevamos. Muy lejos incluso de nosotros mismos, seguros de que a esta altura de la vida a nuestras amistades y conocidos les resultará menos desagradable mirar nuestros muros si no subimos los frutos literarios de nuestro intelecto, buscaremos, de un modo metafórico, la sombra del camino, el recodo donde la gente vende libros en mantas por un par de monedas. Desde esos puntos ciegos, se aprecia con mayor claridad lo que acontece debajo de los reflectores del escenario del mundo. Uno de los objetos más preciados, en esta poética de una columna escrita con dolor de cabeza, consiste en apreciar lo que gente más experimentada ha referido, de un modo directo o indirecto: no emprender el camino al éxito nos permite llegar sin que nadie se dé cuenta. Esto vale más que las letras, queremos creer, al menos en el presente escrito.

torres_rechy@hotmail.com

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