Es un rincón desconocido incluso para los salmantinos que bien merece una visita.
Hay lugares en la ciudad letrada que guardan el sosiego y son un perfecto ejemplo de armonía entre el edificio y el contenido que resguardan, o la mano y el guante, como bien afirma Pedro Pérez Castro, director del que es uno de los más visitados Museos de Castilla y León, la Casa Lis. En el caso del Museo de Salamanca, gestionado por la Junta de Castilla y León, la maravillosa Casa de los Alvárez Abarca, ejemplo de edificio renacentista, bien merece la visita sin pensar en los tesoros que alberga. Su techumbre policromada mudéjar, su fachada noble que da a la calle Serranos, lo que quizás le resta importancia, y sobre todo, su exquisito claustro, son un descubrimiento para el fotógrafo que se adentra en medio de la multitud que admira el Patio de Escuelas, la fachada antigua de la Universidad y que entra a visitar el Cielo de Salamanca, ahí, al lado de la puerta de nuestro casi escondido Museo.
Y entonces comienza la sorpresa, porque al edificio, donde tan bien se integran lo viejo con lo nuevo, se accede por un patio callado donde se exhiben los verracos del origen y las estelas romanas. Un rincón privilegiado para entrar en un museo que abrió las puertas en 1948, mostrando las obras que surgieron de la Desamortización de Mendizábal y que ocupó su sede actual, después de muchos vaivenes, en 1948. Un espacio para recorrer la historia de la ciudad –y que todos los estudiantes de los diversos niveles deberían conocer, centrado en la arqueología, la etnología y las Bellas Artes donde el inicio de nuestra historia sirve de antesala a una colección muy hermosa que gira en torno al bello patio renacentista envuelto en el silencio.
Es hora de recorrer con cuidado e interés las obras que la cámara de José Amador recoge mientras se detiene en el caballero yacente que perteneció a un sepulcro de su parroquia, San Juan de Barbados, quieto en la belleza de la piedra magníficamente tallada. La disposición de la pieza hace que el visitante pueda percibir todos los detalles, esos detalles que destacan ante la pared blanca porque hemos subido al segundo piso, tras la visita a las obras que van del siglo XIV al XX, en el que nos interpelan las obras de los escultores que tanto admiramos: Severiano Grande, Agustín Casillas, una exquisita estela de la ceramista de Valverdón Amalia García… piezas que recorremos con reverencia. Estancias que se suceden con el colorido de las épocas que se suceden, y hasta la curiosidad que nos indicó el director del Museo, Alberto Bescós, porque este año, la imagen que ilustra el décimo de navidad, ese que todos compramos desde el verano ardiente, es una obra exhibida en estas paredes.
Préstamo del Museo del Prado, “El nacimiento de la Virgen”, de Juan García de Miranda (1677-1749) es una obra sorprendente: insertas en una escenografía abrumadora de interiores arquitectónicos, las figuras del episodio narrado por los evangelios apócrifos se ven diminutas porque el efecto que quiere destacar el artista es ese contraste de la tela roja que sirve de telón de la cama en la que nace María. Y es ese detalle en particular, el captado para ilustrar es pedacito de papel en el que ciframos las esperanzas del premio. Aunque para mí el premio es otro cuadro cercano, un Niño Jesús dormido rodeado de ángeles…
Cada uno recorre las paredes de un Museo con su propia cadencia. Amador lo que desea es postrar la cámara frente a la joya del siglo XIX, la inmensa “Deposición de Cristo” de Vidal González Arenal, un autor de la tierra becado en Roma, como lo fue “El mudo de Peñaranda” Antonio Carnero. Frente a la obra sobrecogedora, y de una forma un tanto incongruente, se alza el hipopótamo tallado en piedra negra de Mateo Hernández. Estamos en la sala de los salmantinos ilustres, y de aquellos que nos acompañaron, como ese Montagut que se codea con Celso Lagar, con María Cecilia Martín y su conmovedor Unamuno… y más allá, entre los más nuestros aún porque hemos tenido el placer de su compañía, se alzan Ramiro Tapia, Florencio Maíllo… los artistas más grandes de una Salamanca que ahora precisa de salas y de recuerdo a quienes retratan su esencia.
Abajo, junto a la fragua que nos enseña tiempos pasados, la puerta de la sala de exposiciones temporales recuerda el paso de los lienzos fotográficos de David Arranz que nos hicieron soñar sobre los campos. Es un hermoso rincón para el artista, un desnudo claustro de modernidad que cierra muy bien las salas de este Museo que guarda arriba el ruido de los niños que acuden a los talleres. Pero durante nuestro paseo, ha sido el silencio el que nos ha acompañado en el recorrido admirado por las obras. Obras que, seguramente, desbordan abajo el depósito. Porque faltan muchos nombres de nuestra historia reciente del arte que no apreciamos lo suficiente y merecen su espacio, y recuerda Amador la magnífica presentación de un libro de Antonio Colinas en el hermoso claustro renacentista… Qué bien debieron sonar los versos del poeta leonés entre las paredes italianizantes, los arcos de Tarquina, el recuerdo de la música y de los actos culturales… Merece ruido de pasos y espacio de encuentro este Museo tan bello donde duermen obras que admiran al visitante y emplazan otra visita para más descubrimientos.
Y en ese recorrido por la sorpresa, las mujeres apiladas en torno a un gato me dejan admirada tras la unción que profesamos Amador y yo al cuadro de González Arenal, una joya que permite la familia del artista al Museo salmantino. Nos sale al paso un cuadro de la pintora Teresa Gómez Berrocal que salta a nuestro regazo para venirse con nosotros de paseo, gata secreta y animosa… y salimos los dos, el paso quedo, Amador recordando al caballero yacente de piedra bordada y yo, con la mirada redonda de la pintura que se queda prendida de la memoria. Volveremos, como han de regresar todos los que buscan un rincón hermoso donde admirar lo bello.
Charo Alonso / Fotografías: José Amador Martín