“El cansancio es la marca de la servidumbre.”
Simone Weil
“La vida es un largo camino hacia el cansancio.”
Samuel Butler
El cansancio es, quizá, una de las experiencias más universales y al mismo tiempo más incomprendidas de la existencia humana. No es solo la somnolencia que invita a cerrar los ojos ni la fatiga que sigue a un esfuerzo puntual, sino un estado más hondo que atraviesa cuerpo, mente y emociones, capaz de moldear silenciosamente la manera en que habitamos el mundo. Desde hace siglos, filósofos, médicos y poetas han intentado describirlo. Aristóteles advertía que la virtud consistía en situarse en el justo medio, evitando excesos y carencias, y en cierto sentido el cansancio es esa señal invisible que anuncia que hemos sobrepasado un límite. Sin embargo, en la vida contemporánea, dominada por la velocidad y la hiperexigencia, esa señal suele ser ignorada hasta que el cuerpo o la mente se detienen por completo.
En su dimensión física, el cansancio se reconoce por la pérdida de fuerza, la pesadez en los músculos, la respiración agitada y la disminución de la coordinación. Puede aparecer tras un esfuerzo intenso, una jornada laboral agotadora o una enfermedad, pero también instalarse de forma crónica, sin causa evidente. El cuerpo deja de responder con la agilidad habitual y cada gesto se vuelve una pequeña negociación con la voluntad. Este agotamiento, cuando se prolonga, no solo limita el movimiento, sino que erosiona la confianza en las propias capacidades.
El cansancio mental es menos visible, pero no menos devastador. Se manifiesta en la dificultad para concentrarse, en la lentitud para procesar información, en la sensación de que cada decisión es una carga excesiva. Oliver Sacks lo expresó con claridad: “Cuando el cerebro está fatigado, todo lo demás se vuelve fatigante”. Es el desgaste que nace de la sobreexigencia cognitiva, del exceso de estímulos, de la multitarea constante y de la presión para resolver problemas complejos en tiempos imposibles. La mente, sobrecargada, se convierte en un terreno árido donde la creatividad se marchita y la memoria se fragmenta.
Aún más esquivo es el cansancio emocional, que se acumula cuando sostenemos durante demasiado tiempo sentimientos intensos o, por el contrario, los reprimimos hasta ocultarlos incluso de nosotros mismos. Carl Gustav Jung nos recordaba que “lo que no se hace consciente se manifiesta en nuestras vidas como destino”, y esas emociones no procesadas se transforman en una carga invisible que drena energía día tras día. Vivimos en entornos donde se espera mantener una imagen constante de optimismo, ocultar la tristeza o la ira, y ese esfuerzo de contención, tan silencioso como agotador, termina por distanciarnos de lo que somos.
Estas tres formas de cansancio rara vez se presentan por separado. Lo habitual es que se entrelacen y se potencien mutuamente, creando una espiral de agotamiento que afecta a todos los niveles de la vida. El desgaste físico prolongado debilita la concentración y hace más difícil la gestión emocional; el agotamiento mental reduce la resistencia corporal y aumenta la irritabilidad; la carga emocional intensa se expresa en síntomas físicos y bloqueos mentales. Comprender el cansancio implica, por tanto, reconocer su carácter global e interdependiente.
En la sociedad actual, marcada por lo que Hartmut Rosa llama “aceleración social”, este estado se ha convertido en una condición estructural. El tiempo biográfico que necesitamos para asimilar lo que vivimos no coincide con el tiempo social que nos empuja a seguir produciendo y adaptándonos sin descanso. Byung-Chul Han ha descrito esta dinámica como propia de “la sociedad del rendimiento”, en la que el sujeto se explota a sí mismo bajo la ilusión de libertad, y en ese proceso se agota física, mental y emocionalmente. Reconocer el cansancio se vive entonces como una debilidad, y se oculta tras estimulantes, agendas saturadas y sonrisas automáticas, hasta que se cronifica y se convierte en el filtro desde el que interpretamos el mundo.
Sin embargo, el cansancio no es siempre un enemigo. Puede ser, como decía Antonio Machado, “la sombra del camino andado”, el testimonio de que hemos invertido nuestra energía en algo que valía la pena. El verdadero problema surge cuando no hay recuperación posible, cuando cada amanecer comienza ya con un peso acumulado, cuando el cuerpo no descansa, la mente no halla calma y las emociones permanecen atrapadas. Aprender a escuchar el cansancio es aprender a escucharnos a nosotros mismos: reconocer que nuestra energía es finita, que no todo esfuerzo es productivo y que no todo reposo es reparador. Implica establecer límites, cambiar el ritmo, priorizar lo esencial y aceptar que detenerse no es rendirse, sino prepararse para volver a empezar.
En última instancia, el cansancio es también una llamada. Puede advertirnos que estamos viviendo contra nuestro propio compás, que nos hemos desconectado de lo que nos sostiene, que hemos olvidado el equilibrio entre acción y contemplación. Por eso el verano, con su luz más lenta y sus días más largos, ofrece una oportunidad para reconciliarnos con el descanso. No se trata solo de interrumpir el trabajo, sino de permitir que el cuerpo respire, que la mente se vacíe y que las emociones se asienten. El calor obliga a bajar el ritmo, el mar y la montaña invitan a otra cadencia, y en esa pausa, si sabemos habitarla, descubrimos que el descanso no es un lujo sino una forma de sabiduría. Como escribió Séneca, “no es que tengamos poco tiempo, es que desperdiciamos mucho”, y quizá el verano sea ese recordatorio silencioso de que la vida no se mide solo en lo que hacemos, sino en la plenitud con la que aprendemos a detenernos.
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