Al paisaje de la desolación le han salido calvas negras crujientes al paso de los que van hacia la llama llamados por la angustia de no poder ni con el agua ni con el golpe que aplaca lo que arde. Y arde y arde en la noche, en el día, alimentando con cada ráfaga de viento ese desastre que recorre la montaña y baja al campo abierto a devorar encinas, naves de labor donde se amontona la paja promisoria de una buena cosecha.
Cosecha de abrojos y de mezquindades. Castaños que arden y piedras milenarias que se dejan besar por el fulgor de la llama. Al otro lado de la ventanilla del coche, las Médulas en un viaje que nos dejó ansias de Bierzo, minas de otro tiempo que nos deslumbraron donde ahora no queda más que un amasijo de hierro que fue mirador de la maravilla de los romanos. La piedra dura, esa que ya no siente, emergerá limpia de todo lo que hemos perdido, belleza, frescura, lugar para el descanso y la vida, el negocio y el regreso al campo. Ese campo abandonado al que hemos vuelto la espalda y ni siquiera un ejército de hombres como mi hermano, brigadista forestal que tanto sabe de fuegos, de esfuerzo y de cuidar a los suyos en medio del desastre, podrá enfrentarse a la verdad: hemos abandonado el campo, hemos negado la voz a quienes conocen la tierra.
Y la tierra ahora recibe al fuego, después de todo, es uno de sus elementos. Destruye, mata, arrasa, acaricia feroz, pero forma parte de la vida, se alimenta de lo que hemos dejamos a un lado. Tierras de las que ya nadie se preocupa porque estamos muy ocupados viviendo en la ciudad, trayendo del otro lado del mundo lo que se nos antoja y no necesitamos. Antonio Muñoz Molina hablaba hace poco de la escasez, de como en lo cercano, conseguíamos lo que precisábamos. Porque nuestras necesidades son mayores, infinitas, voraces como el fuego. Queremos algo, lo queremos ya, no dejamos el tiempo del huerto ni la escucha del árbol que crece, el pollo que no se amontona en una fábrica, sino que se cría en el suelo. Queremos vivir en el lujo del espacio y de lo bueno, y sin embargo, nos apretamos y construimos granjas atroces, kilómetros de placas solares para seguir moviendo la máquina de la desidia, levantando molinos que cortan el paisaje. Se quema la casa solariega que abandonamos, se quema la finca que nadie sabe a quién pertenece, se abrasa el corazón de lo que nos hace humanos y mientras miramos el avance enloquecido ¿Quién puede parar la desolación que mata de hambre, a sangre y fuego lo que está vivo y nos enfrenta a la barbarie? Bajo este sol acusador que desnuda lo atroz de nuestra naturaleza ¿Qué vamos a esperar más que el dolor que nos mira y ante el que volvemos la cabeza?
Charo Alonso. Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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