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Aprendizaje de la escritura
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Aprendizaje de la escritura

Actualizado 16/08/2025 09:13

Sumario: temblor, tesis no enunciada, preguntas retóricas, ritual, belleza, 42 años, aprendizaje de la escritura.

Temblor

No sé por qué a la gente le gusta la poesía, la aventura, la incertidumbre, la sorpresa, la maravilla. Estas cosas, como apreciamos a ojos vistas, no corresponden a la realidad. Dentro del alma, portamos un mundo que difícilmente se corresponde con el de fuera. Nuestros ojos, las más de las veces en la vigilia, no en el sueño, conducen el agua del cauce interior del espíritu anegado al continente en ocasiones desértico del día a día en el siglo, como don Quijote. Ese entorno, también se dice, no puede cobrar brillo alguno a no ser porque lo confiera uno mismo. El equilibrio de la ecuación resulta difícil, debido a que lo busca, o lo soporta, un ser humano, no una máquina autómata ni digital. A fin de cuentas, esos contrapesos improvisados, producto del instinto de quien los facilita, dotan de un encanto sui géneris el asunto que se trate. En la caligrafía china, tal juego de equilibrio, que guarda proporción entre caracteres pequeños y grandes, torna la escritura rutilante, viva, real. La belleza no la impregna un trazo simétrico y exacto, sino el temblor del pulso de quien sostiene con su pálpito el pincel.

Tesis no enunciada

La tesis que pretenderíamos defender aquí, en caso que se hablara de una tesis, sería algo como la defensa o preferencia de una liturgia constante en el tiempo, que sujeta o ancla a la persona al territorio material o subjetivo de la misma, conservándola —usando una imagen celeste— como un planeta vagabundo en su órbita. En esa constancia perfeccionada, que no implica ninguna repetición mecánica, sino un desarrollo orgánico, el sujeto se vuelve sensible a las variaciones en la minucia y viruta de la vida que lo rodea. Percibe el cambio. Se convierte en un testigo absorto de la plural epifanía de la hora profana que acontece cada 60 minutos. Lo contrario a la tesis que no enunciaremos ni defenderemos consiste en la ausencia de liturgia alguna que convierta al ser humano en alguien que cultiva un ritual y se nutre del mismo. Empleando un par de antónimos, el primer caso entraría en el campo del orden y el segundo en el del desorden. A ojos vistas —más para las personas de cierta edad, que han pasado por ciertas situaciones—, lo primero implica una conquista producto de la memoria, voluntad y entendimiento, mientras que lo segundo es lo que todas y todos hemos experimentado antes de arribar al territorio incierto de lo primero.

Preguntas retóricas

¿Quién aquí cabe dentro de sí mismo? ¿Quién puede vivir a sus anchas en el espacio de su propia persona sin invadir ni tocar al prójimo? ¿Parece imposible? ¿Por qué, entonces, en algunas escuelas de espiritualidad como la de Mino Bergamo y otras y otros 77 más se refiere la extensión del alma con una longitud, anchura, altura y profundidad infinitas? En ese caso, ¿un infinito nos resulta apretado? ¿Cómo percibimos esa región interior, en caso de que exista? ¿Guarda algún vínculo con lo que referíamos del cultivo de un ritual que termina, sin esperarlo, por granjear el descubrimiento de algo no sabido? ¿Conocemos nosotros a alguien que parezca encontrarse en tal senda? Agreguemos una pregunta retórica más. El infinito anidado en el seno interior, si es que existe, ¿comporta alguna correspondencia con lo que el ser humano pueda percibir con los sentidos materiales del cuerpo?

Ritual

Una práctica que a mí me tiene atado de pies y manos es la redacción de esta columna. Me ha hecho, eventualmente, recogerme a la orilla de la página en blanco para escuchar esa marea de lo no escrito todavía. Dejo el teléfono al lado. Camino unos pasos aparte. Siento la arena con las plantas de los pies. Pateo el balón que ha quedado olvidado. Me resigno a no estar en las palapas, bebiendo un coctel o una cerveza, riendo, mirando las mesas al lado, fingiendo no verlas, escuchando otras historias a pesar del volumen de la música, con una voz que termina por irritar las cuerdas vocales y recurrir a la oreja del interlocutor. Me lamento de no estar con la gente que escatima las monedas de la cuenta porque no bebieron tres copas, sino dos. Pienso con nostalgia en la ocasión de ver una vez más a quien siempre paga de más y nunca resulta compensado por las y los beneficiarios. Con esa tristeza acumulada en el corazón como un lingote de oro, me siento al otro lado de las rocas del brazo de mar y paso en silencio por el vértigo de notar que no tengo nada qué decir. Ese planto quedo sin verso ni prosa ni lágrima horada las entrañas de mis vísceras, hasta permitir la entrada de una fuente que mana de adentro afuera. En ese instante es cuando abro el ojo y veo que la columna lleva un par de páginas.

Belleza

Creo que en el campo del arte, lo bello se manifiesta cuando el artesano de la verdad (la frase corresponde al título de un libro de Marco Perilli) evita la búsqueda directa de la hierofanía y dirige su voluntad a preparar el escenario, sentar las condiciones, para que lo sagrado aparezca por sí mismo. Algunos autores, me parece malinterpretar, han comparado tal mecanismo con la forma de ser de los gatos. Ellos vienen y se van. No están si no quieren. Pero de una manera no secreta, ni misteriosa, comunican lo inefable y lo comparten sin reservas. Esa eternidad contenida en sus miradas no carece de un tacto que podemos sentir incluso con el recuerdo. El ojo del artista se vuelve sensible a las cosas hechas a mano. La verdad de esos objetos los interpela, cuestiona, extraña. El tacto depositado en una actividad contagia el ánimo del artífice. La vida misma aumenta el caudal de su masa con el producto del trabajo lento, torpe, pequeño, de la mujer y el hombre reales.

42 años

Según algunos autores, con obra escrita o no escrita, las edades de las décadas no echan en falta algunos significados concretos. Esto lo he escuchado decir sobre los 42 años. La persona detiene un paso atrás y mira lo que tiene delante con esa perspectiva que le da el medio metro recogido. No se apresura por hacerle la parada al taxi. No coge todas las llamadas de su dispositivo digital. Deja de voltear a un lado para ver quién ha pasado adelante en su camino. Percibe, en cambio, lo que acaso los paisajistas descubrieron cuando dominaron el arte de representar el contenido de la luz en el reflejo inmóvil de una piedra al lado del río. No ha desaparecido la prisa por avanzar rápido en la persona de 42 años, pero ha notado que ir adelante no implica por fuerza responder los mensajes de sus redes sociales a velocidad de cuatro palabras por segundo. Caminar, a veces, representa ahondar en aquella profundidad referida cuando mencionábamos el largo, ancho, alto, del espacio humano interior.

Aprendizaje de la escritura

Hoy en día, cuando veo a esa persona que no soy yo, sentada a la orilla del mar, cerrando con sus ojos el cuaderno sin escribir de su columna, me detengo un momento a percibir qué impresión me despierta. Yo todavía estoy en la palapa del malecón. Consuelo el ardor de la garganta con otro sorbo de la copa. Escucho apenas lo que grita a mi oído la persona sentada en la misma mesa, que una vez consumida la noche no hará esfuerzo alguno por invitarme una bebida más tras haber pagado la cuenta de los cuatro. Me asomo y veo a la persona de la playa. La brisa esparce su cabello. Se tiende boca arriba y cruza las piernas. Palpa el sonido verde marino de la noche. Escucho que la persona a mi lado habla precisamente de él. Refiere que ha leído sus publicaciones. Lo veo caminar de regreso, no lejos de la palapa, descalzo todavía. Me pregunto por qué dirá que sus textos lo escriben a él y no a la inversa. No entiendo por qué ha dejado sus redes sociales. Ignoro el motivo de su consagración a la liturgia oscura de la poesía, que según él permite comprender, recordar, que una persona que piense en nosotros será suficiente para agradecer el periplo hasta aprender a escribir.

torres_rechy@hotmail.com

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