Llegan las fiestas de la virgen de agosto con la última traca de un verano ardiente, sofocante, pleno de un sol que ya no miramos con afecto. Extrañamos la tormenta y su olor de lluvia, y ansiamos ese mínimo aliento de frescura que se deja sentir, en el anochecer, cuando la fiesta nocturna en el pueblo huele a paja seca, a espigadero pleno de ovejas que buscan una sombra imposible. Es un hálito de humedad apenas sentido, casi una pincelada bajo esa sequedad que pisamos, la sandalia abierta, el pie de piel morena, ese crujido de paja.
Se aprestan los niños a seguir el juego en las calles de un pueblo lleno que no recuerda los inviernos quietos. Niños de pantalones cortos y balón en la mano, de color tostado de tanta piscina, húmedos de cloro, que se juntan en pequeños grupos y botan la pelota bajo la canasta sin reparar en la hora ni en la cena, los padres a la puerta de la casa, en las sillas de una playa a la que se habrá ido quizás cinco días por no dejar, por cumplir el rito del agua. El verano, para quienes tienen la suerte del pueblo, es de paja y casa fresca, de abuelos que abren la puerta y sandías sobre la mesa. Terraza de bar que se llena y fiesta que reúne. Pero en la ciudad, en el barrio donde trabajo, la calle que huele a tierra y a promisora humedad es un oasis imposible y el azul tenso de la piscina municipal, el único horizonte promisorio.
¿Sueñan mis chicos de barrio con un pueblo de calles infinitas? Una cancha en medio de las eras para jugar al baloncesto, una portería rota. Amigos que se disgregarán en septiembre, cada uno a su abrevadero citadino. Quizás piensen mis chicos de calles sin jardines, de plazas llenas, de pasos que se enlazan en las vueltas al centro comercial donde al menos, el aire acondicionado da una tregua, en la libertad sin rincones de un pueblo de casa fresca, de abuelos que estarán en los países dejados a un lado, hogares de gentes que se amontonan felices pasando el tiempo que pasa.
Estamos casi en la mitad de un agosto que ha secado fuentes y charcos, un agosto particularmente cálido, cuáles no lo son, y los niños del pueblo siguen corriendo bajo las luces en cuyo haz se aprestan los mosquitos. Vuela bajo un murciélago, suena, lejano el rumor de la carretera. Niños libres que regresarán a casa para dormir, agotados de balón, de polvo, de risa, de moreno de piscina municipal con el agua llena de pajitas que arrastra ese viento ardiente. Y el hálito leve de la humedad se deja sentir, anunciando un septiembre que llegará, uva macerada, libro nuevo, viaje hacia el lugar donde extrañar, a pesar de todo, la felicidad del verano.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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