Viernes, 05 de diciembre de 2025
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Cuando el pasado vuelve en forma de amigo
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CARTA DE LOS LECTORES

Cuando el pasado vuelve en forma de amigo

Actualizado 04/08/2025 11:24

Por Juan Carlos López Medina

Hay amistades que son como ciertas canciones: se quedan dormidas durante años en el desván de la memoria, hasta que un acorde, un nombre, o una simple foto antigua las despierta, intactas, como si el tiempo no hubiera pasado. Son las amistades del colegio. Las más puras. Las que no estaban hechas de intereses, sino de meriendas compartidas, partidos sin árbitro y promesas que no necesitaban juramento.

Cuando el pasado vuelve en forma de amigo | Imagen 1

El próximo 27 de septiembre, nos reunimos los antiguos alumnos del Colegio Maristas de Salamanca, promoción 1967–1980, esa generación que vivió el paso de la tiza al bolígrafo, de los recreos con calzón corto a los primeros bailes con miedo, del “don” y el “usted” a los primeros “tíos” y “troncos” de los ochenta.

Nos reencontramos los que fuimos niños juntos, sin saber que algún día seríamos médicos, mecánicos, jueces, camareros, arquitectos, maestros, ingenieros, empresarios, músicos o funcionarios. Los que jugábamos a la guerra sin saber de guerras reales. Los que hacíamos travesuras sin testigos digitales, y vivíamos la vida al natural, con las manos sucias y el alma limpia. Los que un día aprendimos que sumar y restar no solo eran operaciones matemáticas, sino cosas que también pasan con los años… con las personas… con los sueños.

Habrá reencuentros alegres, abrazos torpes y risas inevitables. También silencios, porque algunos ya no están. Porque la vida, a veces cruel y siempre imprevisible, se llevó a compañeros del alma demasiado pronto. Ellos también forman parte de esta cita, aunque lleguen en forma de recuerdo, de anécdota, o de ese pellizco suave que a uno le roza por dentro cuando escucha su nombre. A ellos les debemos el brindis más sincero.

Y entre los que sí estarán, habrá uno que siempre abre camino, con voz serena y mirada limpia: nuestro querido Páter. Compañero de pupitre, cómplice de bromas, infiltrado con sotana en alguna que otra discoteca y testigo fiel de todos nuestros desvelos. Él es quien da comienzo a cada encuentro con una oración breve, íntima, poderosa, que no busca convertir a nadie, pero sí reconectarnos con lo esencial: lo que fuimos, lo que somos, y lo mucho que significamos los unos para los otros. Su palabra no impone, inspira. Porque sabe —y nos lo recuerda— que esta amistad no se mide solo en años, sino en raíces. Y que donde hay afecto verdadero, también hay algo sagrado.

Cuando el pasado vuelve en forma de amigo | Imagen 2

Recordaremos también a aquellos profesores que dejaban huella sin saberlo: los que enseñaban latín con pasión, los que gritaban con ternura, los que corregían con bolígrafo rojo… y los que, a su manera, también se convirtieron en parte de nuestra historia.

En este reencuentro, no importan los cargos, los títulos ni las canas. Importa que nos reconozcamos. Que nos miremos a los ojos y veamos, detrás de cada rostro adulto, al chaval que fuimos. Que volvamos, aunque sea por unas horas, a ese lugar invisible donde todo empezó. Aquel patio donde las preocupaciones duraban lo que tardaba en sonar la campana. Aquel aula donde escribíamos sin saber que estábamos dibujando nuestras propias vidas.

Porque la amistad también tiene estaciones. La infancia fue nuestra primavera, llena de inocencia, travesuras y primeras veces. La adolescencia, ese verano largo de descubrimientos, hormonas y noches eternas. Luego llegó el otoño de las responsabilidades, de las decisiones que duelen, de los caminos que se bifurcan. Y ahora, quizás ya en el invierno dorado de la madurez, uno aprende que no hay nada más valioso que volver a mirar atrás sin arrepentimientos, solo con gratitud.

Por eso nos vemos el 27 de septiembre. Para volver, aunque sea por un día, a ese lugar donde no necesitábamos máscaras. Donde no éramos padres, ni jefes, ni divorciados, ni jubilados. Éramos simplemente amigos. Compañeros de pupitre. Hermanos de mochila. Soñadores sin prisa. Niños que escribían su futuro con lápiz, sin saber que un día… ese futuro se llamaría presente.

Y porque hay amigos que llegan tarde, pero justo a tiempo… y otros que, aunque ya no estén, nunca se han ido del todo.

Porque en la vida, como en las canciones, hay estribillos que nunca se olvidan.