“La trata de personas es una industria multimillonaria en crecimiento porque, a diferencia de las drogas, que desaparecen en cuanto se consumen, los seres humanos pueden ser explotados una y otra vez. Para los traficantes son una mejor inversión.”
TERRY COONAN
“Más de 40 millones de personas en el mundo son víctimas de trata, lo que significa que hay millones de historias como la mía.”
SOPHIE OTIENDE (superviviente y activista)
En el corazón de la globalización, cuando los flujos de capital, información y personas se intensifican sin cesar, ha emergido una de las realidades más inquietantes de nuestro tiempo: la esclavitud moderna. Su rostro más visible y devastador es la trata de personas, un crimen silencioso que atraviesa continentes, clases sociales y fronteras, y que convierte a seres humanos en mercancía desechable, explotada y negada en su dignidad más básica. A pesar de los avances jurídicos internacionales, los tratados firmados y los discursos institucionales en defensa de los derechos humanos, millones de personas siguen atrapadas en redes que lucran con el dolor, el miedo y la vulnerabilidad de los más indefensos.
Lejos de constituir un fenómeno aislado o exclusivo de países en desarrollo, la trata se ha integrado como una pieza más dentro del engranaje del sistema económico global. Su auge responde a la lógica del mercado: hay una oferta abundante de cuerpos vulnerables y una demanda constante de mano de obra barata, sexo, órganos y sumisión. Los factores estructurales que alimentan esta maquinaria son múltiples y complejos: pobreza, migraciones forzadas, desigualdad, conflictos armados, discriminación de género, corrupción y la ineficacia —cuando no la complicidad— de los sistemas institucionales que deberían proteger a las personas.
La periodista Loretta Napoleoni sitúa con agudeza el origen reciente de esta economía del horror en el colapso del orden mundial tras la caída del Muro de Berlín. El desmantelamiento de Estados en África, Oriente Próximo y Europa oriental dejó un vacío de poder que fue ocupado rápidamente por redes criminales y grupos armados. Tras el 11 de septiembre y la aprobación del Patriot Act, los cárteles del narcotráfico y las organizaciones yihadistas reconfiguraron sus actividades: del tráfico de drogas pasaron al secuestro, y de allí al tráfico de personas, en una transición fluida donde la rentabilidad se volvió el criterio supremo. En sus palabras, “la proliferación de Estados fallidos donde la ley y el orden habían desaparecido propició que los secuestros y el tráfico florecieran como nunca antes en la historia”.
El libro Traficantes de personas es una radiografía descarnada de este fenómeno. Napoleoni no se limita a ofrecer cifras ni análisis técnicos, sino que reconstruye historias humanas, testimonios de migrantes, rehenes y víctimas que devuelven carne y alma a lo que los informes convierten en estadísticas. El secuestro, dice, se ha transformado en una industria racionalizada, con tarifas, protocolos y estructuras logísticas complejas. La explotación del cuerpo humano, en cualquiera de sus formas, se ha convertido en una fuente de financiación para grupos armados, mafias transnacionales y redes que se nutren de la impunidad globalizada.
La trata de personas adopta múltiples formas: prostitución forzada, trabajo esclavo, explotación infantil, matrimonios serviles, extracción de órganos, servidumbre doméstica. Mujeres y niñas son secuestradas, engañadas o vendidas por sus familias, para terminar encerradas en burdeles donde sufren violencias sistemáticas. Niños son reclutados como soldados, mendigos o trabajadores en fábricas clandestinas, campos agrícolas o minas. Hombres y mujeres migrantes, atrapados por deudas impuestas, trabajan en condiciones infrahumanas en la construcción, el servicio doméstico o la agricultura. La esclavitud de hoy no requiere cadenas: basta con arrebatar los papeles, el salario y la esperanza.
Según Kevin Bales, hay más de 27 millones de personas en condiciones de esclavitud moderna. Pero no es solo el número lo que asusta, sino la deshumanización que lo acompaña. Lo que distingue a esta nueva esclavitud es su carácter fungible: las víctimas son descartables, reemplazables, invisibles. Ya no se trata de propiedad legal, sino de sometimiento absoluto disfrazado de relación laboral o migración voluntaria. El consentimiento se vuelve una ficción cuando está atravesado por la necesidad, la ignorancia o la manipulación emocional.
España no está al margen de este drama. Se estima que más de 45.000 personas son explotadas en nuestro país, muchas de ellas mujeres forzadas a ejercer la prostitución. A pesar de los avances legislativos y de los operativos policiales, las víctimas siguen enfrentando obstáculos para ser identificadas y protegidas. Se las trata muchas veces como inmigrantes ilegales o como colaboradoras judiciales, antes que como sujetos de derechos. La frontera entre prostitución “voluntaria” y trata sexual es, en la práctica, extremadamente difusa. En contextos de pobreza extrema, violencia o migración forzada, el consentimiento pierde su valor ético y jurídico.
En este contexto, las leyes por sí solas no bastan. El Protocolo de Palermo de Naciones Unidas y las directivas europeas han establecido definiciones claras y compromisos de cooperación internacional. Pero la aplicación sigue siendo desigual, y la impunidad, frecuente. La respuesta institucional debe ser estructural, no episódica. Implica prevenir, proteger y perseguir, pero también transformar las condiciones sociales, culturales y económicas que permiten que la trata exista. Porque mientras haya demanda —de sexo, de órganos, de mano de obra barata—, habrá quienes estén dispuestos a abastecerla, aunque sea a costa de la libertad y la vida de otros.
La trata de personas no es un crimen entre otros. Es una herida abierta en la conciencia de la humanidad, una forma brutal de recordar que hay vidas que no valen, cuerpos que se compran y venden, seres humanos convertidos en medios para fines ajenos. Como advierte Thomas Casadei, esta esclavitud moderna está anclada en el sistema global de producción y consumo, y no podrá erradicarse sin repensar la relación entre capital, dignidad y justicia. La lucha contra la trata exige una nueva comprensión de los derechos sociales como universales, no condicionados por la ciudadanía o el estatus migratorio. Exige políticas migratorias humanizadas, economías al servicio de la vida, sistemas judiciales que no revictimicen, y una cultura que no tolere la cosificación del cuerpo.
Frente a esta realidad, no basta con sentir indignación. Es necesario actuar. Denunciar, educar, acompañar, legislar. Defender la hospitalidad como principio, no como excepción. Rescatar la compasión, esa facultad profunda de reconocerse en el otro, especialmente en quien sufre. La trata de personas no es solo una tragedia que ocurre allá lejos, en algún rincón olvidado del planeta. Es una realidad que nos interpela aquí y ahora. Y ante ella, la indiferencia ya no es una opción.
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