Cuando eran pequeños, mis hijos pensaban que las vacaciones eran un lugar. Ellos no iban a España (el destino más frecuente por aquello de la expatriación) iban “a las vacaciones”. Yo me pasaba el día corrigiéndoles los errores gramaticales para convertirlos en los auténticos bilingües que son, pero aquel desliz lo dejaba pasar porque me resultaba gracioso y porque, en el fondo, yo también iba “a las vacaciones”. Un lugar en una costa del sur español que, en mi caso, llevaba aparejadas muchas cosas que podrían darse en una costa cualquiera de un país sureño de los que tenían lo que entonces llamábamos buen tiempo y que ahora es un concepto que revisar, porque cuarenta a la sombra durante dos meses, no sé yo si es buen tiempo.
Claro que sí, las vacaciones eran un lugar. Un lugar donde no sonaba el despertador más que para ir a por los churros mañaneros; donde los días tenían más de veinticuatro horas sin tener que robárselas al sueño, donde jugábamos al Uno, peleábamos contra los mosquitos y comíamos sandía a todas horas. Era el lugar donde se aprendían las cosas importantes que los padres podemos enseñar a los hijos: nadar, montar en bicicleta y localizar la Osa Mayor; el resto viene en los libros. Las vacaciones eran un lugar con una televisión pequeña, sin teléfono, sin conexión a Internet y sin lavaplatos. El día en el que mis herederos me hicieron saber que parecíamos Los Picapiedra remedié algunas de esas carencias, principalmente el lavaplatos. Y después el tiempo puso capas de complicaciones innecesarias y las vacaciones dejaron de ser un lugar y se convirtieron en un paréntesis.
Esto de las vacaciones tiene menos años de vida que el automóvil o la televisión, por poner ejemplos que parezcan lo suficientemente añejos. Como siempre, fueron los nórdicos los primeros en establecer un descanso remunerado para los trabajadores; en España, la Segunda República instauró un permiso de siete días que Franco no recuperó hasta 1944 y no fue hasta 1948 cuando la ONU lo recogió en su Declaración de los Derechos Humanos (que casi nadie ponía en práctica). En España, quienes no tenían un convenio colectivo especialmente favorecedor, tuvieron que esperar hasta 1976 para que la ley laboral vigente estableciera 21 días de permiso retribuido que posteriormente han crecido hasta 22 y que, francamente, tampoco es para tirar cohetes.
Y en estos tiempos recios de conectividad urbi et orbi, de facilidades para trabajar desde la taza del retrete de tu casa hasta las Islas Maldivas (para aquellos que puedan llegar a ellas) hemos inventado, además, las falsas vacaciones. Estas últimas consisten en estar cerca de una playa y, desde tu terraza, darle la turra al vecino con tu ordenador y tu móvil, para que se entere de todas tus operaciones financieras, tus reuniones de equipo y tus expedientes por resolver. Yo siempre he sostenido que el teletrabajo es una engañifa (una más) solo disponible para un mínimo sector de la población que está encantada de dejarse timar de esa manera, y de paso, quitarle todo el encanto a esos lugares llamados “las vacaciones” donde antes íbamos a olvidarnos de jefes, expedientes, recibos, albaranes y demás dolores de cabeza que ahora si no nos persiguen hasta el catre ya es un milagro.
Yo, en este mes de julio de todos los calores y las temperaturas desmesuradas, les deseo queridos lectores que tengan un lugar llamado “vacaciones” que, si no está en una costa, bien puede ser una era agostada con todos sus matices de amarillo, una silla de enea aparcada en la puerta de una casa de pueblo y con su botijo a mano, o incluso una habitación con aire acondicionado, a ser posible llena de libros y con la wifi estropeada. Un lugar del que guarden algunos buenos recuerdos, aunque sean pocos y aunque el tal sitio no sea presentable en Instagram. Un lugar donde puedan refugiarse del mundo y de sus conexiones y que no se encuentre detrás de la tapia de un cementerio, que a este paso será el único lugar donde no haya ruido y seres humanos pendientes de lo que les cuenta una pantalla de teléfono. Yo me he ido “a las vacaciones” como iban mis hijos hace veinte años y, afortunadamente, el lugar, con alguna que otra cosa molesta, sigue allí.
Concha Torres
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