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En el verano de 1963 yo me enamoré y mi padre se ahogó
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En el verano de 1963 yo me enamoré y mi padre se ahogó

Actualizado 08/07/2025 07:58

La historia de la que da cuenta Agua salada, del norteamericano Charles Simmons, transcurre en 1963 en Bone Point, un pueblo de la costa este de Estados Unidos. Michael, su protagonista y narrador, que tiene quince años y se encuentra en el apogeo de su adolescencia, disfruta de sus vacaciones estivales con sus padres en una casa frente al mar en la que ha vivido todos los veranos de su infancia.

La atmósfera en la que se desenvuelve esa estancia es la que casi todos -al menos los nacidos en ciudades costeras- asociamos a los primeros años de nuestra vida: la indiscutible presencia del mar, el sol poderoso y salutífero, la acogedora arena, el salitre en la piel, la ropa escasa y cómoda, el tiempo sin fronteras, los días libres, las aventuras sin límites, el placentero cansancio tras el juego, el hambre feroz -también metafóricamente-, la presencia todavía no molesta de los padres, la tutelar protección de la madre, la amigable camaradería con un padre más joven de lo que ahora lo somos nosotros… En definitiva, la vida plena, con la inocencia sin fisuras, con la emoción a flor de piel, con las ilusiones intactas, con la irresistible fuerza de un deseo que apenas sabe decir su nombre; sin que siquiera el mínimo roce de la realidad, del dolor, de la aflicción, de las frustraciones, de la “necesidad” manche una existencia de una pureza tan nítida como la transparencia de las aguas marinas.

Y sin embargo esa felicidad primordial, excepcional en su inconsciencia, es por desgracia -todos lo sabemos- perecedera, tiene los días contados acechada por la inminencia del mundo adulto, por las obligaciones, por la convención, por los horarios, por las conveniencias, por los formalismos, por las renuncias, por el sufrimiento, por la cruda y aburrida normalidad. Y así, anticipando ese choque abrupto, esa brutal colisión entre la ingenua, edénica y casi divina dicha infantil y las exigencias de nuestra naturaleza humana, forzosamente mortal, comienza Agua salada, cuya primera frase, muy explícita y en cierto sentido concluyente, dice: En el verano de 1963 yo me enamoré y mi padre se ahogó.

Y es que, en efecto, Michael se enamorará al empezar ese verano y perderá a su padre a su término, y en los tres meses que median entre una fecha y otra crecerá, dejará atrás su infancia y ya nada en su vida volverá a ser lo mismo tras la doble experiencia del amor y la muerte, las casi siempre tristes coordenadas que marcan nuestras pobres existencias. El amor -la pasión- nos zarandea y desarbola, la muerte nos aniquila, he aquí la enseñanza principal que recibimos del mundo cuando nos hacemos mayores: la vida es -también- dolor, desengaños, congoja, frustración, impotencia, fracaso, confusión, pena, decepción, infelicidad…

Michael contará, en apenas ciento sesenta páginas, deslumbrantes e intensas, su enamoramiento de Zina, la hija veinteañera de la atractiva señora Mertz, ambas inquilinas de la casa de invitados, aledaña a la vivienda principal de la familia del protagonista. Zina, hasta vista del revés era guapa, cuenta Michael dando fe de ese arrebatado acto de entrega y enajenación inicial -e iniciático- tras ver a la chica de espaldas.

La novela se moverá en torno a los dos ejes que configuran la realidad del muchacho: la familia, sobre todo a partir de la magnética figura del padre, y el amor, encarnado en la enérgica, libre, eficiente, atrevida y resplandeciente Zina, demasiado adulta para el aún casi niño Michael. El padre es, como para casi todos los chicos a esa edad, omnipotente, la conjunción de todos los rasgos que un menor requiere de esa figura tutelar. La madre es también una construcción literaria muy afortunada, con sus silencios, su desazón, sus recelos, su descontento reprimido. La casa de verano es un lugar de encuentro de gentes variopintas e interesantes, que coinciden en cenas, en fiestas, en excursiones en barco; y uno de los “encantos” del libro lo constituye la descripción -muy velada e indirecta, como todo en la novela- de los juegos de relaciones -algunas posibles y casi todas meramente potenciales- entre los invitados, parejas de la misma edad que los padres de Michael y la señora Mertz, sus hijos e hijas, tan jóvenes como el propio narrador, y algunos amigos de unos y otros.

La presencia del amor no aflora tan solo en la entregada e inocente disposición de ánimo de Michael hacia su muy desinhibida y experimentada vecina, sino que inunda el libro en otras líneas menores pero igualmente sugestivas, que anudan, siquiera fugaz y levemente, a algunos de los personajes. En casi todos los casos, el amor es el tema recurrente de las conversaciones, un amor del que Michael, inocente e ingenuo como todos los jóvenes, conocerá su versión inflamada y quimérica y también la desesperanzada y más realista, en un verano que representará para él el aprendizaje de la decepción. Porque Agua salada está cruzada por infinidad de reflexiones, de metáforas, de pensamientos que ponen de manifiesto ese contraste -clásico en la literatura- entre realidad y deseo. Y es que Michael es un soñador y la existencia -como sabe cualquiera con más de veinte años- conspira en contra de los sueños.

Y todo este entrañable mundo al que el libro nos traslada, se recrea con una escritura muy sencilla, transparente, en la que no hay nada alambicado, ni excesos verbales. El estilo literario de Simmons está hecho de sugerencias, describiendo con meras alusiones, apuntando más que mostrando, dejando que una frase o un gesto definan una personalidad, un estado de ánimo, una emoción. La gran capacidad de penetración psicológica del autor y su profunda indagación en el alma de sus personajes se logra de un modo muy leve, muy simple aparentemente, en una narración que rezuma delicadeza, elegancia, sutileza.

Hay, además, sensibilidad, ternura, una muy plácida comprensión de los personajes, de sus limitaciones, de su humanidad imperfecta; hay una mirada amable para cada uno de ellos, con sus miserias y sus contradicciones, con sus trampas, con sus engaños, con sus errores, con sus escondidas miserias.

Una novela muy dulce, melancólica también, que transmite poesía, bellísima.

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Charles Simmons. Agua salada. Editorial Errata Naturae. Madrid, 2017. Traducción de Regina López Muñoz. 168 páginas. 15.50 euros

Alberto San Segundo - YouTube

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