Sus propiedades únicas, como la blandura inicial para la talla y su posterior endurecimiento, permitieron la creación de obras maestras del plateresco y el barroco como la fachada de la Universidad, la Casa de las Conchas o la Plaza Mayor.
Pasear por el casco histórico de Salamanca es una experiencia sensorial única. Al atardecer, cuando el sol desciende y baña las fachadas con su luz cálida, la ciudad entera parece arder en un resplandor dorado. Este fenómeno, que ha cautivado a viajeros, poetas y artistas durante siglos, no es fruto de la casualidad, sino de la materia prima que conforma el ADN arquitectónico de la urbe: la piedra de Villamayor.
Más que un simple material de construcción, esta arenisca es el lienzo sobre el que se ha tallado la rica historia de Salamanca. Su característico color, su textura y su sorprendente docilidad en manos de los canteros la han convertido en la protagonista indiscutible de un patrimonio declarado por la UNESCO. Entender Salamanca es, en esencia, entender su piedra.
La conocida como «piedra franca» es una arenisca extraída de las canteras del cercano municipio de Villamayor de la Armuña. Geológicamente, es una roca sedimentaria formada por granos de cuarzo cohesionados con un cemento arcilloso. Es precisamente este cemento, rico en óxidos de hierro, el que le confiere su inconfundible gama cromática, que va desde los tonos ocres y pajizos hasta los anaranjados y rojizos más intensos.
Una de sus particularidades más notables es su comportamiento tras la extracción. Recién sacada de la cantera, la piedra es relativamente blanda y fácil de trabajar, lo que permitió a los maestros canteros del Renacimiento y el Barroco alcanzar niveles de detalle asombrosos. Con el tiempo, al contacto con el aire, la piedra experimenta un proceso de endurecimiento natural, conocido como «diagénesis», que le otorga una gran resistencia y durabilidad sin perder su calidez estética.
La belleza de la piedra de Villamayor no reside únicamente en su color. Es la combinación de varias características lo que la convierte en un material excepcional y fundamental para comprender el esplendor de los monumentos salmantinos.
Considerada la obra cumbre del plateresco español, la fachada del Edificio de las Escuelas Mayores es un auténtico retablo de piedra. Cada centímetro está meticulosamente labrado con figuras mitológicas, religiosas y medallones de los Reyes Católicos. Esta proeza artística, que invita a buscar su famosa rana, solo fue posible gracias a la extraordinaria maleabilidad de la piedra de Villamayor.

Este palacio urbano es uno de los edificios más originales y reconocibles de Salamanca. Su fachada, perteneciente al gótico tardío, está decorada con más de 300 conchas de vieira, símbolo de la Orden de Santiago. La piedra dorada sirve de base perfecta para este singular ornamento, creando un contraste de texturas y volúmenes que lo convierten en un icono de la ciudad.

Aunque su construcción abarcó varios siglos, la fachada principal de la Catedral Nueva es un imponente ejemplo del uso de la piedra de Villamayor en estilos tardogóticos y barrocos. La piedra no solo aporta la estructura y el color, sino que permite que la abundante decoración escultórica resalte con una claridad y calidez excepcionales, especialmente bajo la luz directa del sol.

La fachada de la iglesia de este convento de los Dominicos es otro de los grandes exponentes del plateresco. Concebida como un gigantesco arco de triunfo, narra en piedra el martirio de San Esteban. La finura de los detalles en los relieves y las esculturas demuestra, una vez más, cómo los arquitectos y canteros aprovecharon al máximo las cualidades de la piedra local para crear una obra de arte total.

Proyectada por Alberto de Churriguera, la Plaza Mayor es el salón de la ciudad y uno de los conjuntos barrocos más bellos de Europa. Aquí, la piedra de Villamayor no se usa en un solo edificio, sino que unifica todo el espacio, creando una armonía arquitectónica sobrecogedora. Los pabellones, con sus arcos, balcones y los famosos medallones de personajes ilustres, resplandecen con el característico tono dorado, convirtiendo la plaza en el epicentro de la vida y la belleza salmantina.
