Viernes, 05 de diciembre de 2025
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En el principio fue el silencio
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En el principio fue el silencio

Actualizado 25/06/2025 08:22

El silencio es más original que la palabra. La palabra no es más que una ola que surge del océano del silencio.

MAX PICARD

El silencio no es vacío: es el ámbito en que el ser se ofrece sin imponerse.

GABRIEL MARCEL

En un tiempo en que la vida transcurre entre notificaciones, urgencias y una incesante marea de palabras, el silencio se ha vuelto un bien casi olvidado, una experiencia en peligro de extinción. No se trata simplemente de callar, ni de apagar el ruido exterior con auriculares que aíslan, sino de adentrarse en una realidad más honda, más esencial. El silencio existencial —ese que nace del alma y la interroga— encuentra en la naturaleza y en el tiempo del verano un territorio propicio para desplegarse, para revelarse como una presencia transformadora, como una forma de ser y de habitar el mundo.

El verano no es solo una estación del año. Es un espacio simbólico: dilata el tiempo, aligera las agendas, afloja los automatismos de la rutina. Invita al paseo lento, a la siesta bajo la sombra, a la contemplación sin meta. Y es en ese ritmo pausado donde el silencio puede comenzar a hablar. No grita, no irrumpe: se insinúa, se deja presentir. Uno no lo busca, pero si se detiene lo encuentra. El silencio está ahí, esperando que lo habiten. Como escribió Alain Corbin, es “una tonalidad que paladeamos con la sutileza del gourmet”, una atmósfera espiritual más que una ausencia sonora.

La naturaleza, por su parte, no necesita justificar su silencio. Lo habita como quien respira. El viento entre las ramas, el rumor del agua, el canto de un mirlo al anochecer: todo eso no interrumpe el silencio, lo teje. No lo rompe, lo profundiza. El silencio natural no es una carencia, es una plenitud discreta. Como decía Henry D. Thoreau, “sólo el silencio es digno de ser oído”, porque en él se despojan las palabras de su superficialidad y todo adquiere densidad. No se trata de acallar el mundo, sino de escucharlo desde otro lugar. Un lugar donde no hay prisa, donde no hay que demostrar nada, donde no hay que llenar cada instante con explicaciones o expectativas.

Este silencio es profundamente existencial. Nos confronta, nos interroga, nos revela. “Cuando intentamos callar —dice Casalá— lo primero que encontramos no es paz, sino ruido: estamos llenos de ruidos”. No ruidos exteriores, sino internos: pensamientos compulsivos, exigencias, miedos, memorias no resueltas. Pero si uno se atreve a cruzar ese umbral incómodo, comienza otra cosa. Un vaciamiento. Un ordenamiento. Una apertura. El silencio no se impone, se alcanza. Y no como una técnica ascética o una moda de bienestar, sino como una necesidad interior que ha madurado. El verano, en su levedad y su libertad, permite ese proceso: no exige, ofrece; no acelera, ralentiza; no constriñe, dilata.

Y en esa dilatación, el alma encuentra espacio. Espacio para escucharse, para sanar, para reconocerse. Porque el silencio no es evasión: es presencia radical. Es el modo más hondo de estar. Es una forma de verdad. Escribía Gabriel Marcel, “el silencio no es una pausa entre dos sonidos, sino la sustancia misma del ser que no se deja poseer”. En un mundo que nos invita a producir identidades prefabricadas, a mostrarnos antes de ser, el silencio se vuelve un refugio donde el yo puede despojarse, desprenderse de lo que no es suyo, y empezar a descubrir quién es en realidad.

Ese descubrimiento no es siempre amable. El silencio también puede doler. Puede llevarnos a zonas oscuras del alma: heridas antiguas, decisiones no tomadas, vacíos que se han evitado. Pero solo enfrentando ese desierto es posible atravesarlo. Solo cuando el alma deja de huir de sí misma puede comenzar a sanar. Por eso el silencio es un acto de coraje, no de pasividad. Es una forma de resistencia, no de huida. Una resistencia contra el ruido que aliena, contra la velocidad que fragmenta, contra la palabra vacía que encubre el sentido. Es un camino de libertad.

La naturaleza, en verano, no es solo un escenario amable para este silencio: es también una maestra. Nos recuerda que la vida no necesita demostrar su valor para ser valiosa. Que el ser precede al hacer. Que hay una verdad que no se grita, pero que lo impregna todo. Sentarse junto a un arroyo, caminar por un sendero bajo los pinos, mirar cómo el sol se filtra entre las hojas… todo eso es oración sin palabras. Todo eso es silencio habitado. Todo eso es escuela de alma.

El silencio también es encuentro. Encuentro con uno mismo, sí, pero también con los otros. No el silencio indiferente, que se impone como muro, sino el silencio que escucha, que acoge, que deja ser. En las relaciones profundas, las palabras sobran. El amor verdadero se expresa en la pausa, en la mirada, en la presencia callada. Nos recordaba Octavio Paz: “Del fondo del silencio brota otro silencio… y desembocamos al silencio en donde los silencios enmudecen”. Allí donde el lenguaje fracasa, comienza la comunión.

Y está también el silencio espiritual. No el de los ritos vacíos ni el de las fórmulas recitadas sin alma. El silencio como lenguaje de Dios. San Juan de la Cruz lo expresó de forma inolvidable: “El Padre pronunció una Palabra, que fue su Hijo, y esta Palabra la dice siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma”. Es en la noche del alma, en la oscuridad sin imágenes, donde la luz verdadera puede abrirse paso. No una luz que ciega, sino una luz que calienta. No una certeza conceptual, sino una confianza callada. El verano, con su noche estrellada y su aire detenido, es tal vez una de las metáforas más hondas de esta experiencia mística del silencio.

Porque, al final, el silencio no es un lugar al que se llega, sino una forma de caminar. No es un lujo para unos pocos, sino un derecho y una urgencia para todos. En un mundo que nos expropia el alma a fuerza de estímulos, el silencio es una forma de volver a casa. Y en esa casa, silenciosa y honda, tal vez descubramos que no estamos solos. Que hay una presencia que nos habita. Que no necesita ser nombrada. Que basta con escuchar.

Y quizá, en medio del verano, de una caminata lenta bajo la sombra, de una tarde de brisa o de un anochecer en la montaña, podamos por fin detenernos y comprender que el silencio no es un vacío que se teme, sino una plenitud que se reconoce. Entonces, sin necesidad de palabras, sabremos que hemos vuelto a lo esencial. Hemos vuelto al alma. Hemos vuelto a la vida.

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