Nadie, absolutamente nadie, estaba dispuesto a perderse una cita que ya se antojaba histórica. Y el que estuvo, soñó con el toreo de cante grande de Morante y Marco Pérez
El aire de Salamanca vibraba con un eco taurino inusual para un catorce de junio. Volvían los toros a La Glorieta por San Juan de Sahagún y cuando el reloj acariciaba las seis menos cuarto de la tarde, un coche antiguo de estampa añeja, casi un susurro de otros tiempos, se deslizó por los aledaños de una plaza expectante. Dentro, la figura serena de Morante de la Puebla. Su presencia era una apuesta firme, la promesa callada de que algo grande estaba por suceder.
Los alrededores del coso eran un hervidero de pasión. Interminables colas serpenteaban mucho antes de que se abrieran las puertas, testimonio del fervor que despertaban los nombres del cartel. Morante y Marco Pérez habían logrado, incluso antes de que sonaran clarines y timbales, convocar en Salamanca el mejor ambiente taurino. Nadie, absolutamente nadie, estaba dispuesto a perderse una cita que ya se antojaba histórica.
En el callejón muchos nombres conocidos, rostros políticos ilusionados con la cita como el presidente de la Junta de Castilla y León, Alfonso Fernández Mañueco, el alcalde de Salamanca Carlos García Carbayo y el presidente de la Diputación de Salamanca, Javier Iglesias, entre otros muchos diputados y alcaldes de la provincia.
También se vio en el patio de cuadrillas a Gonzalo Santonja, consejero de Turismo de la Junta de Castilla y León fiel a esta plaza, y pronto entró el maestro de maestros, Santiago Martín El Viti y ahí sonó la primera ovación sonora. ¡Qué grandeza!
El ambiente era el mejor. Y destacó la presencia de miles de jóvenes que fueron testigos de una tarde histórica, un día en el que la gloria tardó en llegar, pero llegó, y de qué manera. La historia es a veces generosa y decidió escribir uno de sus capítulos más dorados con el quinto toro de la tarde, un ejemplar extraordinario de Garcigrande que portaba en sus entrañas la bravura necesaria para el lienzo que Morante estaba a punto de pintar. Fue entonces, con ese 'Repique' cuando el tiempo pareció suspenderse sobre el albero de La Glorieta.
Cada lance de recibo fue una declaración de intenciones, y fue con la muleta donde el genio de La Puebla del Río desató la tempestad de su arte. La faena fue un crescendo de torería. Cada muletazo brotaba con una naturalidad pasmosa, cargado de temple, hondura y una estética sobrecogedora. Fueron derechazos que parecían no tener fin, y esos naturales, y esos adornos que surgían como chispazos de inspiración divina... Morante toreaba para la eternidad.
La plaza estalló en una sinfonía de olés que rasgaban el cielo salmantino, acompañando una labor verdaderamente cumbre. El de La Puebla, en estado de gracia, no solo dominó la embestida, sino que la esculpió a su antojo. La estocada fue el broche de oro a una actuación magistral.
La petición fue unánime, atronadora. Las dos orejas y el rabo cayeron por su propio peso, como rendición incondicional ante la magnitud de lo presenciado.
Pero la tarde aún guardaba emociones fuertes. Con el último toro de García Jiménez, un Marco Pérez sensacional demostró una vez más su extraordinaria proyección. No se achantó. Es más, se creció. El joven salmantino protagonizó una faena de inmensa a 'Despertador' de entrega, capacidad y un valor a prueba de bombas, conectando de inmediato con los tendidos. Su labor, llena de verdad y frescura, fue premiada con las dos orejas, abriéndole de par en par la puerta grande de La Glorieta, que compartió en un triunfo memorable junto al maestro de La Puebla. Una tarde para el recuerdo. Cante grande. Gloria bendita. ¡Afortunados los que estuvimos allí!