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En busca de un encuentro
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En busca de un encuentro

Actualizado 14/06/2025 13:08

Me comportaba indiferente, como un gato, ante el prodigio. Equiparaba al joven fornido con el universo, al que tampoco me detenía a rendirle ningún tributo ni reconocimiento.

Generalmente, los escritores comunican un mensaje que en ocasiones ni siquiera ellos mismos conocían en el momento previo a ponerlo por escrito. La escritura, por partes iguales, demanda una composición gráfica que incluso por sí misma, independiente en relación con el significado, proporciona un suministro de sentido coherente para la mente y el espíritu de quien lee. Esto equivale a decir que la mancha de tinta, en tanto que representación plástica de una realidad intelectual, por el mero hecho de ser una mancha de tinta cobra una autonomía que le concede sin más el estatuto de objeto estético. Quien escribe, entonces, cuida la forma de su sintaxis. La forma misma, en ocasiones sublimes como las del Bodoni y el Didot de Valéry, habla sin la necesidad de ningún otro lenguaje.

Como profesor universitario, me enfrento día a día a un reto que apenas ahora, tras años de estudios universitarios y contratos laborales en mi institución presente, Nanjing Tech University, y en otras tres instituciones más en el pasado, comienzo a vislumbrar de una manera cabal y absoluta. Es un motivo recurrente en la literatura hablar sobre la brevedad de la vida y el largo y tortuoso camino del arte. También se dice, en un lenguaje menos erudito, que para aprender a vivir primero hay que vivir. Lo anterior, si lo llevamos a ras de calle, podríamos aderezarlo con la baraja que dice que más sabe el diablo por viejo que por diablo. Así me ha sucedido a mí recientemente. He atisbado en lontananza, me parece, un sendero para llegar al sueño del modo en que me gustaría impartir mis asignaturas.

A la par de esto, me gustaría desbrozar otra parte del campo semántico de la vida en el que he andado merodeando los últimos días, retozando entre la hierba, deleitándome con la fragancia de las flores. Al parecer, en el siglo corriente resulta una tendencia aspirar a lo alto, en detrimento de lo bajo. Existe una inercia que nos lleva arriba, arrebatándonos de abajo. Por las buenas o las malas, del modo que sea, pasamos por encima de los demás o le recortamos vuelta al camino para llegar antes, o más lejos. Son pocos, creo, quienes voltean a ver al lado a sus semejantes, quienes voltean la mirada atrás, girando sobre sus talones, para mirar a quienes caminan a nuestras espaldas. Hacer esto último, sostenemos en el plano tambaleante de la prosa estampada en la columna, comporta un mérito conocido por la minoría.

“En el 2065, la humanidad que no esté seriamente amenazada permanecerá dividida.” La cita entrecomillada no corresponde a mi pluma. La redactó una amistad de Nanjing. La semana pasada, así como otras tantas semanas atrás, en un debate académico discutíamos en las aulas en torno no solo a las diferencias de la economía digital en el presente y el futuro, sino también sobre rasgos humanos presentes, o ausente, en una película mexicana que aborda la festividad del Día de Muertos, El libro de la vida (2014). En la línea de un Aby Warburg, que rechazó la herencia del empleo familiar en la banca, para dedicarse al estudio del arte y las humanidades, o en la de un Ludwig Wittgenstein, que dejó su cátedra en Cambridge, para emplearse en un modo de vida más austero, en la película producida por Guillermo del Toro, El libro de la vida, uno de los personajes, Manolo, declina el toreo investido de prestigio social para acoger otro estado de vida en mejor sintonía consigo mismo, la música, la guitarra.

El grupo de jóvenes con quienes vi la película redactó unas reseñas, inspirándose, en parte, en lo que las y los usuarios de las redes sociales han comentado. Ejercicios como este, con una explosión de opiniones sobre un mismo objeto, estético en el caso que nos toca, arrojan nuevas perspectivas para descubrir elementos no apreciados. Una característica que capturó nuestra atención fue el artificio de cajas chinas, muñecas rusas, o Quijotes españoles, como técnica narrativa: una capa de sentido se encuentra contenida en otra capa más, de un nivel superior, y esta a su vez en otra más.

También apreciamos que existen dos tipos de bendiciones, o actantes mágicos en las funciones narratológicas de Vladímir Propp, que operan, como resulta natural, efectos distintos: un objeto mágico es la inspiración para seguir el dictado de la bondad en cualquier circunstancia, mientras que otro es una medalla mágica para cobrar una fuerza titánica y un blindaje a prueba de cualquier peligro de muerte. La historia de amor contada en El libro de la vida no resultó del agrado general del público, pues no cuesta mucho trabajo anticipar el desenlace, amén de que el rol de María, una de las protagonistas, no consigue cobrar una originalidad distintiva.

Cuando leo reseñas de libros o películas, o ensayos en general, en Jot Down, Criticismo, Menéame, o los libros que mis padres me remiten, como Encuentros con libros, de Stefan Sweig, Discusión, de Jorge Luis Borges, o Despacio el mundo, de Ramón Andrés, algo que aprecio sobremanera es la inteligencia. Cada página inteligente desprende del papel un aura benévola, palpita una vida misteriosa, nos arrastra, como el oleaje del mar, a otro paradero diferente. En palabras concretas, podríamos decir que esta literatura no ofrece soluciones, ni vende esperanzas, ni encumbre alguna forma de comercio; tampoco finge lo que en verdad no siente, ni siente nada que no sea ajeno al común y compartido dolor de cabeza que tenemos por costumbre llamar vida, no usa lo ajeno ni lo desgasta: lo enriquece, lo cuestiona, lo dilucida. Probablemente, a esto se le deba dar el nombre de pensamiento, al acto de pensar: “formar o combinar ideas o juicios en la mente”, según la Real Academia Española. El acto de pensar referido está sujeto a la actividad motriz del cuerpo humano, o de la especie animal: el escritor lo construye pluma en mano, manos en teclado, así como los demás oficios lo construyen con sus recursos particulares.

Otra cita más que me gustaría referir, aparte de la comunicada arriba (“en el 2065, la humanidad que no esté seriamente amenazada permanecerá dividida”), es esta: “sometimes, what we miss opens the door to a new and beautiful beginning”. Me la dijo otra amistad de un café frecuentado en Nanjing, China. La construcción del mañana no necesariamente resulta obstaculizada por los yerros pretéritos, pues estos últimos, bien apechugados, sirven de elementos para sostener la edificación futura. En el caso de mis asignaturas para el semestre entrante, algo de este último servirá de inspiración en cuanto que la experiencia acumulada me permite advertir posibles mejoras, en áreas de oportunidad específicas, para la impartición del contenido docente.

De qué manera puedo girar la vista al lado, para ver a mis semejantes, cómo puedo girar sobre mis talones para mirar atrás a mis espaldas: la respuesta la comparten quienes caminan a mi lado y no han volteado a verme a mí, así como quienes más adelante, aventajados en el camino (circular, redondo, que llega al punto de partida) tampoco han volteado a ver atrás. Probablemente, la unión no consista en la construcción artificial de una misma identidad compartida; quizá la unidad no pueda ser impuesta. Tal vez, ese principio de unidad corresponda, más bien, a la fuerte y resiliente capacidad de apreciar y respetar en la otra y el otro la diferencia, la unión resultaría entonces la consecuencia de saberse aceptado el ser humano tal cual es. En esa libertad, la cohesión vendría por añadidura. Irán no tendría que responder a Israel, ni yo me vería en la pena de referir la situación.

Me pregunto, entonces, si esto que escribo lo comparto solo yo conmigo mismo. Me pregunto si no habrá nadie más que desee conseguir esta forma de libertad también. Requiere valor armarse de las fuerzas necesarias para dejar caer las máscaras de nuestros rostros y mostrarnos tal cual somos. Tenemos miedo a exponer nuestra fragilidad. No tenemos tiempo para pararnos y hacer eso. Debemos continuar apresurados rumbo a lo que en teoría todavía no es nuestro. Esto me recuerda una anécdota.

Un día, sentado en un café de Xalapa, pasó una persona muy parecida a mí junto a la ventana. El dueño del café miró a esa persona y la señaló con el dedo índice, mostrándome su sorpresa. No era la primera vez que yo lo veía, en otra ocasión, por el mercado del centro de la ciudad, lo había visto salir de unas fondas de comida casera. Mi amigo del café me preguntó si lo había visto. Yo fingí desinterés. A quién, le pregunté. Es igualito a ti, me respondió. Si lo viera por la calle lo llamaría por tu nombre. Le di un sorbo a mi café. Leía a Pessoa. Fingí de nuevo, ahora haciendo como que redactaba un mensaje en el teléfono. Mi amigo volvió a su trabajo. De esa manera, pensé, le restaba importancia a algo fantástico. Me comportaba indiferente, como un gato, ante el prodigio. Me comportaba indiferente, como un gato, ante el prodigio. Equiparaba al joven fornido con el universo, al que tampoco me detenía a rendirle ningún tributo ni reconocimiento. Bajo esa condición de anonimato, el siglo discurría su cauce habitual sin perder ni un gramo de simpleza y gracia. A veces, el encuentro con lo oculto sucede así, a oscuras, sin advertirlo.

torres_rechy@hotmail.com

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