Antes de sentarme a escribir esta columna, que todavía desconozco de qué versará, felicitaré a mis estudiantes graduados por su conquista académica. Asimismo, les expresaré mi gratitud a mis compañeras y compañeros de trabajo, por su ayuda prestada de manera incondicional y gratuita incluso en días festivos. Por último, miraré mi correo electrónico y mi WeChat. Entonces, me sentaré a escribir.
Para mí, al menos hoy 31 de mayo de 2025, la victoria definitiva de la literatura equivale a reflejar la verdad. He visto, al menos en mi caso, que tal sustento material de la existencia literaria confiere a la palabra escrita una estabilidad que no muda de apariencia. Desde la cima del criterio objetivo, se aprecia todo como es, no de otra manera. Será la, el, lector quien termine de dotar de sentido al texto fijado en la plancha de papel o de pixeles.
En realidad, me gustaría decir, es el lector quien asume la condición completa del creador. El lector crea el sentido, lo despierta, lo eleva a la altura de la inteligencia desde la plancha referida. Es el lector quien insufla el soplo de vida en el volumen del relato que encarna su porción de existencia en el siglo. Un libro, por lo tanto, no está hecho para verlo con su pasta dura y su lomo grueso sobre una mesa. El libro, en realidad, vino al mundo para que una persona lo abra y descubra lo oculto.
Nosotros, hoy por hoy, nos preguntamos sobre el papel del libro en la era del mundo digital. Los libros que veo resueltos y anotados al margen son los libros de texto de los estudiantes universitarios en las bibliotecas de la universidad y en los salones de clases, cuando terminan la tarea que presentarán a la hora siguiente. Otros libros que veo son los de las librerías, emplayados, colocados en un escaparate detrás de una ventana de cristal. No conozco otros salvo, acaso, los recibidos como regalos.
El mundo de la magia, al parecer, corresponde a los niños. En esas cabecitas, el asombro salta incluso de un puñado de guijarros. La naturaleza y la urbe ofrecen una cantidad casi ilimitada de estímulos para que ellos abran sus ojos como platos y queden con la boca abierta. Los padres ven ese encanto en las criaturas. Los abuelos lo aprecian con reposo. Los gatos y los perros, cara a cara con esas criaturas, compiten en igual de condiciones de ingenuidad para entretenerse con naderías que les dejan el alma tintineante. Los niños podrían escribir buenos libros.
Cuando la persona crece, aquel estímulo primero desaparece. Requerirá echar mano del entorno, de un modo distinto, para recoger lo que con trabajo y desvelo asentará en letra de molde. La historia ha referido muchos ejemplos de estos autores. En los diccionarios enciclopédicos tenemos sus fotografías. En las portadas de los libros de los escaparates también los vemos en ocasiones. En algunos casos, los hemos visto en eventos públicos. Yo pienso en el semblante de Macedonio Fernández. Semanas atrás, en una asignatura, vimos parte de un documental de Ricardo Piglia. Mis estudiantes y yo vimos su rostro esculpido en la eternidad de la belleza.
Si yo escribiera un libro, ¿qué libro escribiría? Sí conozco la respuesta. Ahora cuando camino por la avenida Zhongyang, dejando atrás el lago Xuanwu, donde se celebra el Festival del Bote del Dragón, pateo un guijarro y el sonido del tac contra el arriate confirma mi intuición. En los momentos de WeChat de mi círculo de amigos veo las publicaciones sobre su graduación. Hay algunas tomas muy graciosas, aparte de las capturas oficiales donde estamos sentados estudiantes, profesores y cuerpo directivo al pie de la biblioteca Yifu. Una en especial cautiva mi atención. El estudiante graduado, vistiendo toga y birrete, borra la palabra universidad escrita en el pizarrón. Pulso el botón me gusta.
Con las motos a veces hay que tener cuidado, más si una, uno, camina con la mirada clavada en el teléfono. Las scooter, o motos eléctricas, circulan donde quieren y como quieren, sin importar que se trate de suelo firme, pared vertical o techo horizontal. Conocen la línea perpendicular también, cuando se elevan en una línea oblicua invisible con dirección a las estrellas. Yo las miro desde abajo. Les tomo fotografías, a veces. Escucho cómo pasan a mi costado dejando el soplo de su velocidad ondeando mi camisa. Me muevo a un lado tras escuchar la bocina. Entonces, reanudo mi camino, con el teléfono guardado.
Un día, jugando una cascarita de fútbol en un campamento en Metepec, México, escuché al papá de uno de mis compañeros de natación decir que no debíamos dar lo obvio por lo obvio. Tomábamos una jarra de agua de limón preparada por su esposa. Él tenía una greña abundante, china, sus amistades decían que él era brasileño, pero en realidad, claro está, era mexicano. Hace poco vi unas fotografías suyas en las redes sociales. Sigue igualito a como lo conocí en ese entonces.
Con las demás personas del otro equipo tiradas en el césped, al cabo de los túneles, caños, sombreritos, fintas que les había encajado, nos decía sentado en una piedra que no debíamos dar lo obvio por lo obvio. Eso siempre lo perdemos de vista, repetía. La simbiosis de nuestro entorno, que para nosotros resulta un hábitat natural, para las y los demás puede constituir un auténtico caso de algo desconocido y misterioso. Ese día en el campo de fútbol hacía muchísimo calor. Yo estaba tumbado bocarriba con los ojos cerrados, pero no perdía detalle.
Antes de venir a China, no sabía cómo era el país. Ahora viviendo aquí, puedo conocerlo un poco. Hay algo que me llama especialmente la atención, entre otras cosas. Esta cultura abriga un celo especial por lo que en la cultura hispánica nos dio a conocer Juan Boscán por medio de su traducción de El cortesano, de Baldassare Castiglione, la sprezzatura. Lo referiré con un ejemplo.
En la fotografía de una pareja, los jóvenes retiran todo esfuerzo o intención de sonreír, parecer majos, lucir divertidos. No alteran la expresión natural de su espíritu. No añaden nada a lo que desde antes se aprecia ahí. Simplemente, por lo tanto, dejan que el obturador de la cámara fotográfica capte el gesto más desenfadado y despreocupado posible. Al vaso de agua simbólico con el que glosaremos el ejemplo, por consiguiente, le extraen el azúcar, el zumo de limón, y lo tornan a su estado natural de agua simple.
Las cosas suceden tras bambalinas, no de frente a los reflectores. Todas estas cosas, claro está, las conocen quienes han conseguido extraer de su espíritu el deseo de destacar a costa de lo que sea, anteponiendo a esa pasión del alma la capacidad de apreciación de la cualidad estética y trascendente de la vida cotidiana. La liturgia de las cosas sencillas, la repetición de rituales tan simples como una comida en familia, una conversación de sobremesa, una visita ocasional a alguna amistad, reporta un bien que atesora el tiempo y lo transmuta en algo divino a la vuelta de la esquina. Se requiere este reposo previo para que las potencias del ánima, con su memoria, voluntad y entendimiento, se activen y actúen sobre el lienzo de la realidad presente.
Por esta razón, recuerdo, nosotros no creemos tanto en la alegría, ni en la felicidad, como en otras formas de la verdad. Defendemos las causas justas, el decoro, el respeto, la bondad. La sombra de esas figuras originarias no puede no encontrarse unida a los pies de unos seres humanos reales, que persiguen con moderación y sencillez las cosas grandes escondidas en la vida. El brillo de la madera lo arrebata el paño que la pule día a día.
Antes de sentarme a escribir esta columna, que todavía desconozco de qué versará, felicitaré a mis estudiantes graduados por su conquista académica. Asimismo, les expresaré mi gratitud a mis compañeras y compañeros de trabajo, por su ayuda prestada de manera incondicional y gratuita incluso en días festivos. Por último, miraré mi correo electrónico y mi WeChat. Entonces, me sentaré a escribir. No obstante, antes deberé encontrar un lugar donde sentarme, pues en esta ocasión no estoy en el café al que tengo por uso y costumbre acudir para redactar la columna, al pie de un nicho con ofrendas frugales e incienso a una divinidad del Oriente, que probablemente sea Buda. Esperaré que el semáforo peatonal cambie a verde.
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