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Él cargó con nuestras enfermedades
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Calle de la Fe s/n

Él cargó con nuestras enfermedades

Actualizado 22/05/2025 08:00

El primer muerto nunca se olvida. He de admitir que no recuerdo su nombre pero tengo grabado su rostro. También, que no guardo con certeza la fecha, pero conservo en la memoria el sudor reseco sobre la almohada, las lágrimas de su madre, las calles por las que fui deprisa con la enfermera cuando nos avisaron aquella mañana de otoño de hace casi trece años en un pueblo de Las Hurdes.

Mi primer muerto no necesitaba el auxilio profesional como se entiende, el de las llamadas causas orgánicas y biológicas, aunque esas me sirvieran para afrontar la obligación de cumplimentar mi primer certificado médico de defunción. Ante la muerte, ante la enfermedad, ante la discapacidad, las causas orgánicas y biológicas se quedan cortas, muy lejos de compadecerse con las consecuencias, y no pueden acallar las preguntas fundamentales que anidan en el alma humana, bullen en la mente y nos retuercen a diario el corazón.

Intentaba hacer silencio, al comienzo de esta semana, volviendo a la escueta capilla del Hospital Universitario, donde hasta mañana permanecerá el Resucitado de la Vera Cruz, con motivo del año jubilar. Se busca plasmar así un signo de cercanía con los enfermos y de esperanza para ellos, que culminará con la oración diocesana del Vía Lucis a las 18:30 h de este domingo. Intentaba preparar también los encuentros de reflexión y diálogo que hemos celebrado en la propia Capilla de la Vera Cruz los pasados miércoles y jueves, centrados en este misterio de la enfermedad. Lo intentaba el lunes y estallaba el ruido, ese estruendo que suele durar poco, como una traca inesperada, y entroniza la sentencia apresurada y el trazo grueso. Tuve escrito algo breve y lo borré. “Mejor despacio, mejor silencio”, pensé.

El silencio elegido y recobrado, que tantas veces me cuesta, me devolvió a Las Hurdes, a aquella alcoba donde una diabetes desbocada había terminado con una vida demasiado breve, casi perdida en alguna ocasión anterior, sometida ya a la quietud final, cuando el cuerpo se confía a la esperanza en su resurrección y el alma se encomienda. Así lo estaba haciendo allí mismo, en esa modesta casa extremeña, el cura párroco, aún más joven que el médico sustituto avisado de urgencia. Volví a mi primer muerto y volví también al último, tan reciente, este domingo pasado en un pueblo de Aliste que se ha replegado hasta los catorce habitantes. Porque al misterio de la muerte, de la enfermedad, de la discapacidad, de la catástrofe, de la tragedia, de las leyes que permiten terminar con la vida humana, de la tolerancia social ante estas leyes, del silencio cómplice, de la ausencia de grito profético, de la condena sin juicio, de la venda en los ojos ante el pecado, del hombre erigido en dios, siempre se está volviendo: no por vacío masoquismo sino por pura humanidad.

Y así, necesitado de sosiego frente al ruido, de un pensamiento más reposado que difuminase la caída inmisericorde de las frases tajantes sobre las mutiladas, rescaté de la estantería un regalo de mi amigo Tomás Durán: un “breve ensayo sobre el dolor”, ese es su subtítulo. Me refiero a “¿Por qué el Dios del amor permite que suframos?”, de Gilbert Greshake. Leer para pensar: siempre. Una vieja pregunta, eterna, para una respuesta escrita sobre la madera redentora de la Cruz, donde nuestras enfermedades y dolencias son soportadas por Quien nos ama y nos hace libres de responder a ese amor, porque sin nuestra libertad humana, de la que heredamos el mal, no se entendería la omnipotencia divina, por la que se nos regala la redención. Una respuesta traducida a todas las lenguas mediante las cicatrices sanadoras del Resucitado.

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