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Vidas resilientes
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Vidas resilientes

Actualizado 12/05/2025 13:14

Cada vez que cruzo el umbral de una residencia de mayores, experimento una profunda transformación interior. Últimamente visito mucho una de ellas, y no es nada grato. Lo hago por lealtad a la persona que está allí. Es duro cuando una residencia se convierte en lugar de encuentro con esas personas que tanto queremos. Duele verlos allí, a pesar de que sabes que es lo mejor. Estos espacios, lejos de ser meros centros asistenciales, se revelan como auténticas escuelas de vida donde la vulnerabilidad humana se muestra en su expresión más genuina.

Yo, en este caso, me refiero a la residencia de Vitigudino, y de entre todo lo vivido allí, quiero destacar una de sus rutinas. Por las mañanas, en un rincón luminoso, se despliega una escena que me conmueve: unas ocho o diez personas, todas mujeres, con sus rostros surcados por el tiempo, se reúnen alrededor de una mesa de madera como si fuera un altar de la memoria compartida. Sus manos, testigos de décadas de trabajo y caricias, siguen el ritmo de melodías que despiertan sonrisas dormidas y recuerdos que creían olvidados. Observo cómo sus ojos siguen con atención cada gesto del profesional, Roberto, que parece a la vez un director de orquesta coordinando esta sinfonía de vidas entrelazadas. Juegos de palabras, música, incluso bailes… y ahí no importa lo que se haya perdido en el camino; cuando la música suena, todas encuentran un lenguaje común que trasciende las limitaciones.

En ese instante, a través de ese grupo, siento que la dignidad humana puede florecer incluso en los jardines más inesperados, aunque nunca dejará de impactarme la soledad que habita en muchas miradas. No es casualidad que los estudios revelen cifras alarmantes: el 70,7% de los mayores en residencias experimentan soledad global, según los últimos datos publicados en los Anales de Psicología. Detrás de cada porcentaje hay una historia, una vida completa que ahora se condensa en rutinas diarias y espacios compartidos con desconocidos que, al final, se convierten en familia por necesidad.

Si hay algo que merece ser destacado con letras mayúsculas es la labor extraordinaria de las cuidadoras. Estas profesionales, mayoritariamente mujeres, encarnan valores que parecen escasear en nuestra sociedad: entrega, paciencia, empatía y una resistencia emocional admirable. Su trabajo trasciende lo meramente asistencial para convertirse en un acto de profunda humanidad. Allí las veo sonreír, transmitir calma. Los miran a los ojos. Hablan de tú a tú. Su trabajo es invisible para muchos, pero fundamental para todos. Son ellas quienes sostienen, con sus manos, la vida de nuestros mayores cuando la fragilidad física o mental les hace más vulnerables.

El reciente apagón eléctrico del 28 de abril puso a prueba, una vez más, la fortaleza del sistema de atención a la dependencia. Mientras la mayoría de los españoles nos quejábamos por la falta de internet o la imposibilidad de cargar nuestros dispositivos, en las residencias se libraba una batalla silenciosa por mantener la calma. Si fue duro en general, más en lugares así.

Entrar en una residencia, sea cual sea el momento, es salir con el corazón encogido, pero, paradójicamente, más fuerte. Nuestros mayores siempre nos enseñan sobre resiliencia. Si tenemos la fortuna de vivir lo suficiente, acabaremos también siendo vulnerables. El ciclo de la vida nos recuerda que lo que hoy observamos con cierta distancia emocional, mañana podría ser nuestra propia realidad. Y quizás entonces valoremos más esos pequeños momentos de música compartida y esa dignidad que persiste incluso cuando todo lo demás se desvanece.

*Periodista y directora de SALAMANCArtv AL DÍA

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