El pasado lunes 28 de abril nos sorprendió un apagón que nos dejó sin luz y con problemas a la española para entretenernos toda la semana.
Primer problema: los bulos. Ni había venido la luz, ni se sabía cuando iba a venir, pero ya se estaban escribiendo los mensajes que adelantaban las causas que lo provocaron: un ciberataque en el que Putin tenía mucho que ver; un invento del presidente del Gobierno para desviar la atención del asunto de su hermano, y hasta un corte de energía intencionado para hacer pruebas sospechosas. Fuera una cosa, fuera otra, o no fuera ninguna de ellas, la verdad era que se trataba de algo que se esperaba, por eso, precisamente por eso, unos días antes, se nos había aconsejado, que por cierto, ya les valió la ocurrencia, tener siempre una mochila preparada con lo básico por si había que salir corriendo en caso de emergencia. Y menos mal que los bulos no empezaron a circular hasta que no empezó a venir la luz, porque si hubieran funcionado los móviles, buena parte de la península no habría vuelto todavía.
Segundo problema: la batalla política. Ni las compañías eléctricas, ni las energías renovables, ni un accidente inesperado, la culpa del apagón, para el señor Feijóo, fue de Pedro Sánchez, y los españoles no merecemos seguir teniéndolo de presidente. ¡Pobrecillo! ¿De dónde demonios sacará cinismo este hombre para atreverse a decir estas cosas? No se trata de defender a nadie, los políticos tienen que defenderse solos y dando ejemplo, se trata de recordarle que al día siguiente se cumplían seis meses de la que ya para todos es la DANA, y mientras que 228 personas morían ahogadas y los que luchaban desesperadamente por sobrevivir pedían auxilio, el presidente valenciano comía, y a juzgar por lo que duró la comida, también cenaría bien acompañado en un restaurante, y aunque cada 29 de mes los valencianos se manifiestan para pedirle que ni en pintura quieren seguir viéndolo de presidente, ahí sigue, contando con sus bendiciones y disfrutando de los privilegios del cargo. No sabemos si es que no tiene otro mejor para sustituirlo, o si es que los errores de los miembros de su partido merecen premio, y los de los demás, castigo.
Tercer problema: daños económicos y personales. Claro que las pérdidas económicas no serán pocas, pero aunque buena parte de la factura tendremos que pagarla los ciudadanos, mejor que ni se molesten en rendirnos cuentas, porque si la mayoría somos incapaces de entender el recibo de la luz, difícilmente vamos a saber interpretar las cifras y conceptos de los seguros y de las compañías que finalmente resulten afectadas. También los trastornos personales fueron muchos. No pocos ciudadanos se quedaron atrapados en el metro, en ascensores y trenes; las tiendas, ante la imposibilidad de bajar las trapas, no pudieron cerrar a la hora; ni se podía sacar dinero de los cajeros automáticos, ni se podía tomar un café en un bar, y no faltaron hogares en los que tuvieron que calentar la comida al calor del sol y cenar a la luz de las velas. Nosotros, por coincidir con el Lunes de Aguas, tuvimos suerte porque la mayoría pudimos arreglarlo cambiando el hornazo por los macarrones. Pero de cualquier manera lo mejor es que todo acabó en una anécdota de esas que con los años nos gusta contar a los que no lo vivieron.
Y por último la lección. Es evidente que contamos con buenos profesionales y excelentes medios afortunadamente. Gracias a esto pudo restablecerse el complicado sistema eléctrico en poco más de veinticuatro horas. Pero el riesgo cero no existe por muchos avances que tengamos ni existirá aunque los fallos sirvan para poder corregirlos y evitar problemas. Por lo que si para algo nos ha servido el apagón, es para recordarnos que hay que rescatar el transistor a pilas, el bolígrafo y la libreta, el monedero con algo más que la calderilla, la escoba de toda la vida y el libro de papel, porque si seguimos convencidos de que el sistema es seguro al cien por cien, corremos el riesgo de que el día menos pensado se fundan los plomos, que decían nuestras abuelas cuando se iba la luz, y no podamos hacer nada de nada.
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