A veces, no agrada más una sonrisa, ni un semblante afectado, como el trabajo pulcro e incluso anónimo. La imperfección, fruto de la maestría, puede dotar a lo grave de gracejo y tornarlo atractivo.
Cuando estoy en un café y veo por la ventana a los pájaros en el arriate, removiendo ramas y hojas secas, aprecio en la imagen el estímulo que me lleva a pulsar las primeras palabras en el teclado. El entorno resulta anónimo. Los coches con moños rojos, camino al lazo conyugal, no me interpelan. Nada me dice tanto como esos pájaros que están vivos.
Junto a esos pájaros, además, pero por medio del sentido del alma, contemplo a otras personas en otros lugares del mundo. A esas personas, en esta columna, quisiera dirigirles unas palabras. Quisiera resultar para ellas, así como lo fueron los pájaros para mí, alguien vivo y sintiente, que no escatima la noche del viernes, sin salir de casa a ninguna reunión entre amigos, para sacarle punta a su lápiz y ver qué escribe sin inspiración.
Una práctica letraherida que hemos acometido las últimas semanas ha consistido en leer simplemente, al azar, cualquier fragmento de cualquier libro. Hemos renunciado a la (mala) costumbre de proceder bajo un criterio racional y lógico incluso en la experiencia letrada. Nos hemos dado cuenta, probablemente, que si continuamos de la misma manera, fatigando página a página cada uno de los infinitos volúmenes de nuestra biblioteca, no nos alcanzará el tiempo para llegar al final.
El método anterior, entonces, fiel a la mesura implícita en el recogimiento de una vida ordenada, lo hemos desplazado siquiera un poco a otro territorio del espacio, y hemos acogido, en cambio, lo que parece resultar una posibilidad nueva del existir letrado: sacar cualquier libro de la estantería y leer cualquier fragmento, sin importar que en el futuro, cuando en efecto nos sentemos a leer el volumen, de antemano sepamos qué sucederá en la página 88.
Lo anterior no carece de una motivación no del todo gratuita. Como muchas cosas en el mundo, excepto la creación misma, comprende una causa. El tiempo se nos echa encima. Por muy joven que uno pueda parecer a los ojos cansados de una persona nonagenaria, la edad de 40 años comienza a significar tomarse las cosas de otro modo. Para quienes han tenido la ocasión de contar con personas que les han brindado las oportunidades necesarias para salir adelante, esta edad representa la adquisición de un estado nuevo, donde lo que venga caerá sobre un suelo, una infraestructura, más o menos montada, y el beneficio principal no recaerá tanto en la persona misma como en su entorno.
Si escribiéramos una novela, pondríamos en este párrafo girar sobre los talones, para dejar de vernos al espejo y lanzar la mirada al mundo por la ventana. Después, si contáramos con el coraje para ello, nos tocaría abrir la puerta y salir a la calle, donde el orden intelectual de lo que podríamos llamar una biblioteca desaparece, o se diluye, y se pone de relieve, en cambio, la naturaleza verdadera del ser humano, esa que interactúa cara a cara con la realidad.
En la biblioteca donde fatigo el conocimiento que solo aprendo después de impartirlo en clases, con frecuencia observo a la señorita de la limpieza retirando el polvo de los escritorios y las estanterías. Ella también nos mira a nosotros. Le echa un vistazo a nuestros apuntes y vuelve a su tarea. Su mirada, aunque carezca de la mayor educación universitaria posible (desconozco si cuente con un doctorado), tiene una expresión firme, estable, clara, distinta a la mía que por ir del ordenador al teléfono y de este a las fotocopias, para volver al ordenador de nuevo, previa escala en el teléfono, ella tiene la mirada pausada que mi rostro desconoce.
Yo me pregunto para ella qué significará estudiar tanto. Qué se aprenderá. Qué serán capaces de hacer esas personas que lucen distraídas y ausentes. A continuación, sin parpadear, vuelve con la fregona al suelo y reanuda su trabajo. Aquí he visto una práctica que acaso nunca vi, del mismo modo, en mi tierra, que como saben ustedes (mi lengua lo dice) es mexicana. Los estudiantes en esta parte del planeta memorizan sus estudios. Tienen la capacidad de reproducir con gran calidad fragmentos extensos de apuntes. Por lo menos, eso es lo que veo, cuando recorro las áreas de la biblioteca donde está permitido hablar, cuando ando por los pasillos de la facultad de idiomas.
En algún lugar leí que es precisamente por medio del aprendizaje de memoria de los textos que el sujeto logra penetrar en su entendimiento. No se puede acceder a ese conocimiento, y menos interpretarlo, si no se ha fijado primero en la mente de la persona. Sucede algo parecido, podríamos inferir, con la transmisión oral, por medio del canto y la poesía, de un relato. Esa transmisión oral ha logrado en ocasiones superar la pretendida fidelidad de las ediciones filológicas. En algún examen me llegó a pasar que los estudiantes contestaron las preguntas de memoria en un par de minutos y acabaron antes de que pudiera darme cuenta del prodigio.
Esa sistematización, no obstante, en mi caso no aplica para la segunda parte de la vida, que Dios mediante me tocará vivir. O por lo menos no para el futuro a corto plazo. Saco los volúmenes de las estanterías sin ningún orden y me entretengo cinco minutos en su lectura. Procedo sin ningún orden. Todo el orden acumulado durante años me ha conducido a este puerto, que no naufragio. En ocasiones, resulta correcto proceder de este modo, sin un apego estricto a la milésima que en natación sí marca una diferencia. Los niños nos predican ese aprendizaje. Cuando estoy en un restaurante, esos son los camareros que cautivan mi atención. No los que son demasiado amables, demasiado atentos, demasiado repetitivos. Me inclino, de otro lado, por los que saben llevar la bandeja y no se demoran más que en el hecho mismo de ofrecer el servicio con pulcritud y retirarse. A veces, no agrada más una sonrisa, ni un semblante afectado, como el trabajo pulcro e incluso anónimo. La imperfección, fruto de la maestría, puede dotar a lo grave de gracejo y tornarlo atractivo.
La vida de las personas que escriben es una vida pobre, que tiene por destino permanecer al otro lado de la página impresa. No existe el contacto directo con la realidad. Se presta atención a que las palabras no se repitan, si se escribe en español, a que no se empleen demasiado adjetivos, a que los párrafos tengan más o menos la misma extensión y a que lo narrado no resulte indiferente. No pasa de ahí. La vida verdadera la reporta, en cambio, el lector, que sí está en el mundo. La persona que ha descubierto que una página impresa no es más que eso, letra muerta. La mujer y el hombre que contemplan, más bien, la mancha de tinta, y la aprecian, en lugar de adentrarse en el desciframiento de su sentido que a final de cuentas no será más que una artesanía intelectual.
Mañana Sábado de Gloria, luego Domingo de Resurrección, por ese mismo motivo, no haré demasiado caso de lo que las palabras me digan. Inquiriré en cambio, probablemente, a la naturaleza misma, que por irracional que pueda parecer, sí posee una inteligencia misteriosa. Hoy por la mañana me sucedió. Yo dormía cuando el trino de un pájaro me despertó. Era la hora exacta para cepillarme los dientes e ir a un evento deportivo universitario en calidad de espectador. El pájaro no emitió un trino al azar. Lo dirigió, si no a mi oído, sí a mi alma. Yo no lo escuché: lo supe. Probablemente, por esa misma razón, mañana Sábado de Gloria le dedicaré esta columna a Jesucristo, por quien las últimas horas mi corazón ha pasado por la contrición y el arrepentimiento.
La escritura, como hemos visto antes, parece una pintura. Tiene por finalidad no tanto el escudriñamiento como la apreciación. Está hecha para congregar a la gente. Tiene la función de una rosa, que para la gente que pasa al lado resulta un motivo para reparar en ella y quizá hacerle una foto. Una columna, bajo esta perspectiva, entonces, se recoge en el portal que la publica y no intenta sobresalir entre las demás plumas. Se queda en silencio. No se va a otro lugar. Espera, paciente, el clic, para abrir los ojos y conquistarnos con sus estrellas. Es un presente.
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