, 07 de diciembre de 2025
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Dios ha roto el silencio
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Dios ha roto el silencio

Actualizado 15/04/2025 10:13

“La resurrección no es simplemente la victoria de un individuo sobre la muerte, sino el nacimiento de una nueva humanidad donde la vida ha dicho su palabra definitiva.”

LEONARDO BOFF

“La resurrección de Jesús no es el regreso a una vida anterior, sino el salto cualitativo hacia un modo de ser nuevo, abierto para todos.”

JOSEPH RATZINGER

Hablar hoy de la resurrección de Jesús puede parecer una tarea difícil, incluso paradójica. En un mundo que ha sustituido los relatos fundantes por un pensamiento débil, que ha cambiado la esperanza por el escepticismo y que teme pronunciar palabras como eternidad, salvación o gloria, la proclamación pascual suena, para muchos, como el eco lejano de una cultura que ya no les pertenece. Y, sin embargo, cuando se habla desde el corazón humano, desde su anhelo más profundo de sentido, de justicia, de una vida que no se quiebre ante la muerte, la resurrección de Jesús vuelve a resonar con una fuerza inesperada. Se sitúa de nuevo como un signo de contradicción, una luz en medio de la noche, una grieta abierta por donde lo eterno irrumpe en lo cotidiano. No es un relato para tranquilizar a los crédulos, sino una experiencia que transformó radicalmente a un puñado de discípulos temerosos y los hizo capaces de anunciar, con gozo y valentía, que aquel que había sido crucificado estaba vivo, y que con su victoria comenzaba una historia nueva para toda la humanidad.

Desde los testimonios más antiguos, no hay duda de que la resurrección fue el centro, el corazón palpitante de la fe. San Pablo lo expresó con crudeza: si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe. Y esa convicción no brotó de elucubraciones teológicas ni de consuelos psicológicos, sino de un encuentro real y transformador. Los evangelios lo narran con discreción y asombro. No describen el momento mismo en que Jesús resucita; solo hablan del sepulcro vacío, de la piedra removida, de apariciones que no siguen una lógica milagrosa, sino la lógica del amor: un amor que se deja reconocer en el gesto del pan partido, en el llamado por el nombre, en la paz ofrecida a quien dudó o traicionó. Esas narraciones conservan el tono de quien ha sido desbordado por algo inesperado, de quien no inventa una historia, sino que intenta comprender lo que ha vivido.

Desde una perspectiva histórica, como bien reconoce John P. Meier, la resurrección no puede verificarse como un dato empírico, pero tampoco puede ignorarse. Lo que sí puede afirmarse es que algo decisivo ocurrió tras la muerte de Jesús, algo que transformó de forma radical a sus seguidores. La fe pascual no nace de una interpretación de las Escrituras, sino que, más bien, las Escrituras fueron releídas a la luz de una experiencia vital. Meier señala que sin la convicción de la resurrección no se comprende el surgimiento del cristianismo. Es un hecho histórico en el sentido de que su impacto fue real, concreto y duradero, aunque su naturaleza exceda las categorías de la historiografía clásica.

Teológicamente, la resurrección es el acto de Dios por excelencia. Leonardo Boff la describe como el gran “sí” de Dios a Jesús: a su vida, a su mensaje, a su cruz. El silencio de Dios, lejos de ser ausencia, es solidaridad radical. Es el Dios que sufre en lo más hondo del abismo humano y que, precisamente por haber descendido tan lejos, puede levantar desde lo más profundo. La resurrección, entonces, no borra el silencio, sino que lo atraviesa y lo ilumina. No hay Pascua sin Viernes Santo, no hay canto nuevo sin la noche del llanto. La victoria de la vida nace desde dentro del mutismo del dolor, desde el misterio de un Dios que opta por hablar a través del gesto supremo: hacer vivir.

Joseph Ratzinger insiste en que la resurrección no es un retorno a la vida biológica, sino una transformación ontológica. Jesús no vuelve, como Lázaro, a la vida anterior, sino que inaugura una existencia nueva, no sujeta ya a las leyes del tiempo ni de la muerte. Se trata de un acontecimiento absolutamente singular: no pertenece al pasado, sino que se proyecta hacia el futuro escatológico de toda la creación. Para Jürgen Moltmann, la resurrección es la promesa anticipada del fin de la historia: en el Jesús resucitado ya brilla la luz de la consumación, del Reino, de la justicia definitiva. El Dios que resucita es el Dios que transforma el mundo desde dentro, no con la lógica del poder, sino con la lógica del amor crucificado.

La resurrección, sin embargo, no es solo un misterio teológico. También interpela profundamente a la filosofía, porque toca las preguntas más radicales del ser humano: ¿tiene sentido vivir?, ¿es la muerte el final?, ¿puede el amor ser más fuerte que el olvido? Gabriel Marcel, desde su filosofía de la esperanza, se atreve a decir que el verdadero amor nunca puede aceptar la desaparición total del ser amado. Amar es esperar, incluso cuando toda esperanza parece agotada. Emmanuel Levinas, desde una perspectiva no cristiana, también ayuda a pensar este misterio como una cuestión ética. El rostro del otro, sobre todo del que sufre, me llama, me exige, me responsabiliza. Si Dios es verdaderamente justo, no puede dejar al otro en la tumba. La resurrección sería, entonces, la manifestación definitiva de la justicia: la vida no puede quedar sepultada sin más, el mal no puede tener la última palabra.

Desde la teología de la liberación, la resurrección adquiere un rostro histórico y político. Gustavo Gutiérrez ha insistido en que no se trata de un consuelo futuro, sino de una fuerza presente para transformar la historia. El Dios que resucita a Jesús es el mismo que escucha el clamor de los oprimidos, que se identifica con los crucificados de todos los tiempos. Por eso, la Pascua no es evasión, sino compromiso. Es una afirmación radical de que la vida vale, de que el pobre no está condenado, de que la historia puede ser redimida. La resurrección no es solo la de Jesús, sino la de todos los cuerpos humillados, silenciados, descartados. En ese sentido, la fe pascual es energía de justicia, impulso de solidaridad, resistencia ética frente al cinismo.

Muchos autores contemporáneos han querido redescubrir la resurrección como acontecimiento existencial. Ladislaus Boros la presenta como una irrupción de lo eterno en el corazón del tiempo, como una transformación total del ser humano, que ya no puede ser comprendido desde sus límites biológicos. El Resucitado no es un simple sobreviviente de la muerte, sino el hombre definitivo, plenamente abierto a la luz de Dios. En Jesús resucitado, la humanidad se ha transfigurado. Y en esa línea, se invita a vivir ya desde ahora como resucitados: con humildad, con ternura, con valentía, con apertura. Porque cada acto de amor, cada gesto de verdad, es ya semilla de resurrección.

La resurrección es una experiencia fundante. Es el anuncio de que la historia tiene sentido, porque ha sido tocada por Dios. Es la certeza de que el amor no se pierde, que el dolor no es inútil, que la fidelidad es más fuerte que el abandono. No se trata de comprenderla con precisión, sino de dejarse alcanzar por su fuerza. Como los discípulos de Emaús, se trata de caminar con el corazón ardiendo, de partir el pan, de reconocer que Él vive. Porque si Él ha resucitado, entonces todo es posible. Entonces, incluso en medio del fracaso, aún podemos cantar.

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