Cuando yo no era una señora mayor no me gustaba Raphael, porque era un cursi muy apreciado de las señoras mayores, y solo le daba tregua cuando en la radio sonaba esa canción que decía “A veces llegan cartas” porque en ella había cierta poesía que, además, a la prolífica escritora de cartas que fui, le tocaba la fibra sensible. Ahora que ya soy una señora mayor, me parece que a Raphael hay que darle una oportunidad y escucharlo con calma, y que la letra de “A veces llegan cartas” (búsquenla en Google, no sean perezosos) tiene todavía más carga poética en un mundo en el que ya no llegan cartas y lo único que nos reserva el buzón es publicidad, alguna factura despistada y el resultado de los análisis de sangre.
Ahora solo llegan paquetes; la mayoría los trae una empresa que nos ha resultado muy útil pero que ahora se ha convertido en maldita e infrecuentable y a la que, por supuesto, seguimos recurriendo. Lo que traen no suele ser nada poético, o por lo menos lo que ha llegado en los últimos años a mi nombre: un wok, termómetros para los baños, el producto de las juntas de los azulejos…Cosas que fastidia tener que desplazarse a comprarlas porque los libros yo prefiero comprárselos a los libreros (y como recordatorio, la empresa malvada comenzó siendo principalmente una librería) antes de que desaparezcan todos y se conviertan en especie protegida. Y esos paquetes los traen unas pobres criaturas juveniles que hacen kilómetros y kilómetros al día entregando cajas con cosas que, en su mayoría, se pueden comprar en una tienda y que, en otra inmensa mayoría, no nos hacen falta. En España, incluso suben a los pisos, llaman a la puerta y depositan la mercancía en el tercero izquierda sin ascensor; en mi ciudad de residencia donde el sector servicios da poco servicio en general, lo depositan en la puerta y no esperan a que bajes a buscarlo, generando muchas carreras, tropezones y urgencias según la importancia de lo contenido en la caja.
Lo que la humanidad entera puede llegar a pedir que le sirvan en casa es tan grande y variado como la susodicha humanidad entera. En esta Europa nórdica y poco comercial, lo de que un sábado noche de nieve y tormenta el repartidor llame a tu puerta con una hamburguesa es un hecho esporádico comparado con la cantidad de tortillas de patata y filetes empanados que se reparten en Madrid a lomos de unos esforzados ciclistas que se juegan el tipo sorteando coches y, por lo visto en mi última y lluviosa visita a Madrid, charcos como pantanos; pero dejemos a Madrid con sus cosas, al fin y al cabo es el rincón de España donde la libertad se mide también por la cantidad de tortillas repartidas a domicilio.
Pasarán los años y el repartidor de la empresa de cuyo nombre no quiero acordarme quizás se convierta en una figura literaria y en parte del paisaje, como le ocurriera otrora a serenos, afiladores y guardias urbanos subidos en un pedestal; queda por ver si a alguien se le ocurrirá hacer una elegía al paquete entregado o si saldrá un “A veces llegan cajas” con la misma belleza musical que tuvo el “A veces llegan cartas” y que yo he tenido que dejar pasar casi cuarenta años para apreciar convenientemente. Permítanme que lo dude; pero esto, como muchas otras cosas, yo ya no estaré aquí para verlo.
Y a veces llegan cajas, sí, llenas de libros y las trae el correo en una furgoneta y no a hombros de nadie. Y son como una promesa de buenos ratos y buenas charlas; de dedicatorias entrañables escritas a bolígrafo, de reuniones con ese otro animal de reserva zoológica que es el lector curioso; de tener en la mano por fin lo que se ha hecho con mucho esfuerzo y gran placer y que otros han corregido, editado, maquetado, y añadido una bonita portada donde aparece tu nombre en letras grandes. A veces llegan cajas que te dan la vida, que te dan el alma, que habría cantado Raphael.
Concha Torres
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