Tienen las acusaciones aroma de venganza, se pudren en las aguas que no cambiamos de vetustos jarrones donde perviven, la cabeza gacha, las mujeres florero o aquellas que usaron para medrar el intercambio apenas consentido. Y en medio del estrépito con el que se empapela a los próceres de la mano larga, las mujeres de mi edad recordamos el susurro que corría entre los despachos de la facultad, o en la infancia que se suponía inocente, la media voz sobre determinados seres de sombras insidiosas. Había entonces un murmullo que aparentemente nadie oía y que nos ayudaba a separarnos de ciertas manos, o a permanecer atentas a toda perturbación. Y si en algún momento, los dedos que debían permanecer sobre la mesa no lo hacían, siempre existía la posibilidad de intentar la vía de escape, veloces como ardillas. Aquella que no era tan fácil cuando regresabas a casa por una calle vacía y escuchabas los pasos tras de ti de ese miedo del que nunca te despegabas. Miedo de una acera por la que se acerca alguien sin motivo o de un vagón de metro lleno de gente que adivina en cada pieza de ropa las aviesas intenciones de quien abusa de las circunstancias. Éramos calladas, con suerte, astutas, sabíamos apretar los labios y escabullirnos. Y si algo te pasaba, te morías literalmente de la vergüenza, y si era con alguien de trato más o menos cercano, levantabas la liebre sutilmente para que se trazara un círculo protector alrededor del baboso, del abusador, del pegajoso.
El silencio tenía las garras afiladas. Y era denso y compartido. En la facultad, hasta provocaba alguna risa porque en ocasiones el asunto era patético. Pero nada ocultaba, ni justificaba ni normalizaba el abuso del que aprendías a libertarte y que no te traumatizara. En ocasiones, dejaba huellas dolorosas, otras, una tenía la suerte de saltar por encima con las sandalias de volar sobre los obstáculos como en el poema de la autora cubana Reina María Rodríguez. Si todas íbamos a ser reinas, como escribía Gabriela Mistral, lo seríamos cubiertas de cicatrices, pero enteras y verdaderas, sanas aunque magulladas. Y en esa tumoración hecha de obscenidades, roces, miedos y rasguños, la inocencia quedaba hecha jirones, porque a los tíos no les pasaba nada, pero nosotras estábamos a la intemperie de todo lo malo. Solo por ser lo que éramos, solo por atravesar a toda prisa una calle oscura o fiarnos de alguien a quien no suponíamos capaz de ninguna canallada.
Las voces silenciadas son menos ahora, pero también están calladas. El eco mediático no ayuda aunque de nuevo recurrimos, como siempre, al apoyo de la buena manada. Esa que corre la voz, que te protege, acompaña, acoge y dice que adelante, que no pasa nada. Que ni es tu culpa ni te lo buscas. Que quien debería estar en la picota es el abusador baboso que ejerce su poder desde la cobardía y al que hay que decirle que da asco y hasta pena y ya no miedo. Miedo y culpa no, nunca ni culpa, ni miedo.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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