Las escuelas taurinas, que tanto se han prodigado en los últimos años, vinieron a terminar con aquellas frecuentes intervenciones de los "espontáneos" en las corridas de toros y, por consiguiente, de los "maletillas".
¡Eran otros tiempos! Tiempos en los cuales, en el ánimo de cuantos muchachos soñaron con ser toreros, vibraba tal espíritu de aventura, tan capaces de realizar grandes hazañas, que el riesgo, lejos de ser un freno, era un incentivo. ¡Aquellos espontáneos! Cuanto leyeron y cuanto soñaron. Estaba más en la línea de los lidiadores que se forjaron en capeas, enfrentándose con toros duros y poderosos, o saltando por las vallas de los cerrados para dar lances a un toro bravo a la luz de la luna.
Bien están, y bienvenidas sean, las escuelas de hoy, como medio de proporcionar a tantos jóvenes ilusionados con riqueza y fama los conocimientos indispensables para que su presencia en los ruedos no sea de angustia e indefensión. Pero no puedo olvidar al "espontáneo", a su gesto audaz e indisciplinado, que se sentía con los arrestos necesarios para buscar el renombre dando un salto desde el tendido a la arena, mientras desplegaba atropelladamente la muletilla que llevaba escondida.
Más de una vez se censuró esta aparición de los "espontáneos" en los ruedos, y no por el gesto en sí, que, al fin y al cabo, todo lo que supone decisión y gallardía suscita admiración, sino porque, aparte de ese primer acto de valor, lo demás era puro barullo e ineficacia, donde todos los subalternos intentaban sujetar al mozo y este los regateaba para ir en busca de la res y poder dar esos pases entre el griterío de la plaza, mezcla de emoción y tragedia, que no pocas veces ocurrió.
Creo recordar que el último espontáneo que pude ver saltó al ruedo hace muchos años en la plaza madrileña de Las Ventas. Las gentes más novicias, aficionados eventuales y extranjeros, se preguntaban qué era aquello. Los más veteranos explicaban a sus vecinos de localidad de qué se trataba, y aquellos esbozaron una risita bobalicona cuando se enteraron. Me trae este recuerdo, pues hace tan solo unos días, saltó en la Plaza Monumental de México un espontáneo al toro de regalo (cuestión que por aquellas tierras es muy cotidiana), "obsequio" de Enrique Ponce. El joven, un aspirante colombiano, aprovechó el delirio para saltar, tal y como antes hacía un espontáneo de antaño. No podemos ocultar la simpatía difusa que el aguerrido torerillo despertaba.
Un espontáneo saltaba la barrera con un trapo rojo y un palo, yendo precipitadamente en busca del toro. ¡Alarido de terror de las mujeres en los tendidos, persecución del intruso por los subalternos de las cuadrillas, quiebros, sesgos del espontáneo y el toro que se arranca! El desconocido se para, aguanta heroicamente y le da un espeluznante pase con el andrajo que agita en su mano. El toro insiste buscando su presa, y se repite la suerte. El público pasaba instantáneamente del terror a la emoción que le hace sentir el malabarista de la muerte y, al fin, lo inevitable: ¡aquel muchacho, prendido en las astas del toro, es campaneado y arrojado después violentamente al suelo! Susto, emoción y cogida. Plato fuerte para la afición. Y la tragedia, que no pocas veces ocurrió, afortunadamente la mayoría de las ocasiones, la cosa quedaba en una paliza, siendo conducido por los guardias de la enfermería al calabozo. Cuando no era así, se disponía raudo a ponerse de rodillas ante la presidencia para solicitar su perdón. Estampa imborrable de otros tiempos, que no volverá a repetirse, entre otras cosas porque ya no hay espontáneos, tampoco necesidad, aunque siempre atraerá más la leyenda que la academia. Valor, insensatez, gloria, dinero, sangre. Quería ser torero y empezaba de espontáneo. Claro que era otra Fiesta...