Guardas en la memoria más honda el recuerdo del cuarto de las manzanas. El lugar que se llena, oloroso de personajes de libro, aventuras imaginadas y páginas pasadas en el rumor de la siesta de otros. Hace calor y entre las tablas del suelo, suben los callados rumores de la casa tras la comida y el estrépito de los platos que se friegan y colocan con diligencia acostumbrada. Es verano y no sube el olor de la lumbre cuyo calor nunca es suficiente para calentar esta casa de piedra, adobe y madera en la que pasas de niña los fines de semana que se inician con un viernes que todo lo promete y acaban con un domingo lleno de gente que se despide después de la comida.
En el cuarto de las manzanas, ahí en el desván de los sueños, en el sobrado de las horas, en la parte más alta de la casa adornada de polvo dorado a la luz de las diminutas ventanas, lees en el hueco hurtado a la montonera de trastos, al oloroso tiempo de la curación de las matanzas. Tiene este lugar vacío de toda caja el sitio justo para un sillón desvencijado donde te sientas a buscar la soledad de la casa. Y la eternidad tiene un dulzor de verano, o de otoño promisorio con algo de frío, invierno de lumbre y olor a humo, primavera de polen dorado y de nuevo verano de silenciosa siesta. Es el lugar secreto que te dejan ahí en medio del sitio de las manzanas, de las patatas que esperan, de las cajas que se amontonan en la geometría de una casa donde todo tiene su sitio y la quietud que aguarda el uso y la mudanza.
Nunca encontrarás un lugar tan hermoso para leer como el cuarto de las manzanas. Que ni era un cuarto ni contenía siempre la fruta amontonada. Un pedazo de desván en el que solo un niño podía permanecer de pie y donde tumbarte a leer sobre cojines viejos era un regalo de la luz tamizada de polvo, soledad con ecos de los otros, secreto de pasos gatunos en lo alto de la casa. Un rincón que guardar en la memoria de lo que amas, un recuerdo de ecos amortiguados por las tablas del suelo por las que se cuelan, puntuales, los meses y los años que te hacen alejarte de la vieja matriarca. Y aunque los libros siguen teniendo las páginas con las que viajas, nada volverá a oler como el cuarto de las manzanas, ni sentirás esa soledad acompañada. Un tiempo en la exquisita evocación de lo que más amas y no existe, la casa sosegada.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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