Queridos lectores, de quincena en quincena, estas Coles de Bruselas que aparecen los lunes en este su periódico digital se han hecho centenarias. Habrá ayudado el que se publiquen en Salamanca, una de las provincias de España con mayor número de centenarios según el Instituto Nacional de Estadística, y sobre todo con mayor número de mujeres centenarias (femenino, plural), como las propias columnas que van en femenino y plural y escritas por una mujer (esta que lo es, femenino singular) que no llegará a centenaria por no haber vivido siempre en Salamanca, me temo. Por qué en Salamanca las personas llegan hasta los cien años con más facilidad que en otros lugares de España? será quizás porque el entorno es centenario a más no poder: ocho veces centenaria la Universidad, dos veces y media la Plaza Mayor, centenaria este año Carmen Martín Gaite y centenario hace poco Tomás Bretón; y centenaria es, si me permiten la alusión personal, mi adorada vecina Teresa Iscar que me regaló hace treinta años un despertador por mi boda que me atrona cada mañana para avisarme que hay que ir a trabajar, y que no lo cambio a pesar de los sobresaltos que me provoca porque, a este paso, será tan centenario como ella misma. Y porque me digo que si ella es dura y resiste, yo también puedo resistir los timbrazos mañaneros.
Ser centenario empieza a no ser noticia en nuestra tierra; alguno que otro de los salmantinos de Bruselas me cuenta que visitan a sus abuelas que ya festejaron los cien y que ahí siguen. Nosotros, criándonos entre algodones, bebiendo leche y comiendo fruta a espuertas, haciendo deporte y revisándonos cañerías, corazones e intestinos varios, no vamos a llegar ahí porque no estamos hechos de ese material del que hacían a los humanos que atravesaban guerras, plagas, probaban vacunas en sus cuerpos sin ponerse exquisitos y se subían a un avión pasados los sesenta por primera vez, y eso, con suerte y gracias al Imserso. El frío seco y soleado de la Meseta digo yo que algo pondrá de su parte, también.
Si yo no llego a centenaria, al menos los son estas Coles de Bruselas que ustedes pueden leer los lunes alternos, donde intento contarles las muchas cosas españolas que contemplo desde la distancia, tan dolorosa a veces y tan conveniente para opinar; y las muchas cosas que aquí acontecen, en esta que dicen que es la capital de Europa y que desde hace más de treinta años es también mi casa. Las modestas coles que hoy se merecen salir en la foto son esas verduras con mala reputación por los olores que desprenden al cocerse y que yo comí abundantemente en mi infancia, sin imaginar por entonces que acabaría residiendo en la ciudad que las inventó. Las coles son oriundas del ahora barrio (y otrora población) de Saint Gilles de esta ciudad, donde unos cuantos hortelanos preocupados por la falta de espacio, crearon una variedad de col que se cultivaba en vertical gracias a su pequeño tamaño. Vaya, que las coles de Bruselas son a la horticultura lo que los rascacielos a la arquitectura moderna. ¡Para que luego las menosprecien!
Me da miedo repetirme innecesariamente, contar lo que ya he contado y saturar al respetable lector con mis obsesiones personales que a estas alturas centenarias de la columna, ya se las saben ustedes: el turismo desenfrenado, los creadores de contenidos como descripción de un trabajo, las redes sociales que permiten vivir desahogadamente a esos creadores de contenidos y otros oficios indescriptibles; la España vaciada y sus escasos trenes, las ciudades como tenderetes, la repetición de la historia (ojito con esto último que se está cumpliendo); el valor de la amistad, la añoranza de mi infancia castellana, la necesidad de leer para comprender el mundo, el pan de hogaza, los churros, los bares donde todavía uno se puede acodar en la barra y, sobre todas las cosas, la lucha contra la pobreza y la ignorancia, que a estas alturas de la historia ni deberían ser nombrados y, sin embargo, ponen y quitan presidentes y ministros y nos llevarán a volver a pegarnos los unos contra los otros o contra los propios unos.
Cien Coles de Bruselas, queridos lectores, y si han llegado ustedes hasta aquí, y hasta el final de esta columna de hoy, pesimista y un punto amarga, les doy las gracias. No sé si les merezco, pero les aseguro que me siento muy honrada de que me lean. ¡A por las doscientas!
Concha Torres
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