Ya se conocen las tardes, suspira mi madre frente a la cristalera, y los estorninos que tantas alegrías le daban a mi padre desde su sillón de quieto, siguen aposentándose sobre las antenas, colonizando los tejados, punteando los cielos del atardecer con su vuelo en compañía. Rumbo a los tempranos quehaceres de la compra, me sale al paso un mirlo despistado, su plumaje negro de caballero elegante, su ojito redondo de travieso y sobre todo, el pico anaranjado que es una fiesta en el frío de la mañana helada. Va a saltitos hacia el seto donde se resguarda mientras los gorriones se hacen bola y las palomas y las tórtolas inician su vigilancia sobre las farolas. Empieza el día y vamos de un lado para otro acarreando el pan nuestro de cada jornada, el periódico quien sigue leyéndolo, el pescado resbaladizo y ya no tan caro porque todo lo es y la carne cortada con pericia. Hay en el vuelo magistral de los cuchillos de mi gente del barrio una sabiduría ancestral para poner cuarto y mitad del corazón sobre el papel encerado, y que salgan los filetes finos y la pesca limpia de toda perturbación, espina o escama.
Son los sábados heladores de la mañana el momento de cruzarse con una sonrisa y hacer algún comentario sobre el frío, ahí a la puerta de la churrería donde siempre hay un olor cálido a café, un momento de periódico y chocolate antes de la cola de la fruta que se desborda de alegría, naranja dulce, limón partido/ dame ese beso que yo te pido… y recuerdo los mercados mexicanos plenos de alegría y de invitación a probar la carne de aquello que no sabíamos nombrar, pero que es dulce y extraño como el sonido de la palabra guanábana o chirimoya. Todo tiene, bien mirado, blandura prometedora de mandarina mientras acarreamos y nos saludamos y nos cruzamos y nos hartamos de arrastrar la bolsa que se corona de una ramita de perejil que no cilandro.
Al otro lado de la cristalera, mi madre ya ha decidido que se sienten ya las mañanas más tempranas, que se alarga el día y que por San Blas cigüeña verás mientras se apresuran las candelas y se preparan las aguedas. La suya es una cronología de amor y santoral, y los de capa, los santos, pasan en el enero frío para dejar sitio al consuelo de las vírgenes, su ofrenda de tórtolas o de senos sobre la bandeja del martirio. Son las tardes que se conocen, las mañanas que se adelantan, los sábados que se convierten en alimento, los mirlos que me sorprenden con su pico de naranja mientras las palomas que madrugan tienen las escamas de los habitantes de la pescadería y me pregunto dónde andarán los dueños de la tarde, los estorninos que se posan en el alambre de los días que pasan.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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