La palabra dormida en la página despierta a la vigilia.
Me pregunto cuántas personas se encontrarán en una situación similar a la nuestra. En alguna parte del mundo debe haber una persona que esté pasando, si no lo mismo, sí al menos algo parecido. El mundo, aunque no lo veamos porque nuestras narices topan con la pantalla del teléfono, es grande. No tenemos idea, además, de su profundidad, en cada ciudad, barrio, calle, casa, persona; una profundidad, incluso, que ahonda en el ser humano con el transcurso del tiempo. En ese conjunto relativamente inestable, geográfico y humano, no resulta incongruente adelantar que por lo menos una persona más deberá estar pasando por algo similar a lo nuestro.
Cuando una persona se dedica al orden intelectual, su esfera de acción se desplaza a otro punto, alejado del referente inmediato del cuerpo. Se incrementa la distancia entre el objeto físico del plano material y el orden superior del intelecto que lo percibe y lo nombra. Esa travesía intelectual, que en nuestro caso tiene por barca el lenguaje, conduce mar adentro, a un lugar no sabido aquí. De igual modo que el viento, pensamos, borra las huellas de las dunas del desierto y restablece la superficie a su estado original, en el interior de la esfera del alma la memoria, voluntad, entendimiento, intuición, etc., inciden en la existencia y la vuelven un asunto claro e inteligible. Ese reino interior lo porta como emblema el espíritu letraherido en la tinta de la pluma.
En buena medida, probablemente, a esto corresponda la categoría de poesía, para la capacidad de apreciación de la belleza. La distancia mediada entre el hecho y el sujeto que lo percibe permite la ocasión de la puesta en página de una mancha de tinta encantada. Si todo acontece al unísono, en un siglo ajeno al orden, la razón y la belleza, el lenguaje, con su distanciamiento, brinda la ocasión de discernir lo que acontece. Esto que referimos para la poesía se imbrica, asimismo, en otros campos no diversos ni dispersos, como la ciencia y la técnica. La lengua organiza la realidad tangible e intangible en un plano racional e irracional, la convierte en una masa que la mujer y el hombre moldean a su capricho.
Si bien el siglo en que vivimos pasa a una velocidad rauda, no por ello los procesos biológicos del ser humano y la naturaleza dejan de operar tardos. El ser humano pretende simplificar sus acciones mediante el uso de atajos, en buena medida facilitados por la esfera digital de los nuevos usos y costumbres. El mundo digital, en ocasiones, encumbra referentes de éxito dotados de unas aptitudes portentosas, prodigiosas, que van a dar al traste con las capacidades reales de nosotros los seres humanos ordinarios.
Esas mismas narrativas, que pretenden acumular riqueza a costa del trabajo de las personas comunes y corrientes, suelen despreciar otro tipo de narrativas, tildadas de infantiles, fantásticas, donde las más de las veces interviene lo que el formalismo ruso de Propp señaló como el ayudante, mágico, en la esfera de acción del día a día. En nuestro paso por China hemos observamos tradiciones de pensamiento folclórico similares, en relatos, por ejemplo, como El pincel mágico. Estas obras arraigadas en la génesis de nuestro devenir apuntan con su dardo en la diana de una forma de operar artesanal.
Por consiguiente, con base en este planteamiento, qué tesis podríamos formular que apele a la literatura no como compartimento estanco, no como espacio cerrado a la interacción con el otro. La palabra dormida en la página despierta a la vigilia. A su manera, Bukowski y Rilke lo han explicado. Solo el compromiso artesanal con el trabajo lo granjea. Esta literatura labrada a mano sostiene las representaciones de Don Quijote, donde nos vemos a nosotros mismos con él absortos en la lectura de un libro, sosteniendo un diálogo.
Cuando arribamos al puerto del lenguaje, que favorece la contemplación, no podemos no ponderar, en primer término, al ser humano. Surge la empatía. El mundo, por grande que sea, reduce su extensión a la mínima potencia. Vemos a la mujer y el hombre cara a cara. Reconocemos su sufrimiento, piedad, belleza, heroísmo, cansancio. Aprendemos a valorarlo y exaltarlo, sin irrumpir el límite de su ámbito personal. Por este motivo, a la imagen de la soledad viene aparejada la idea de la erudición. Tal como sucede en la música, recordamos, se requiere silencio para que los sonidos suenen.
Por esta razón me pregunto quién vive algo similar a lo que nosotros experimentamos. Quién escribe, pinta, estudia el mundo financiero, investiga la medicina, etc., con el corazón puesto no en la remuneración económica, ni en el prestigio, sino en el sentido del alma tendido a la verdad. Quién avanza en su oficio artesanal a golpe de entrañas, viendo que la grandeza descubierta, o creada, queda pequeña en comparación con el misterio del mundo. Quién se ve arrebatado en un carro de fuego a ras de calle donde entabla contacto real con el prójimo. Quién ha retirado de su semblante la máscara del personaje que ha representado hasta entonces, para cerrar los ojos y elevar el rostro en dirección al sol, donde el fuego del astro refleja, a oscuras, el resplandor de la verdad.
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